Bueno, como por ahí algunos me andan pidiendo fotos y anécdotas del reciente viaje, vamos a dejar un par de cosas para que no molesten. Oops, ¿estamos al aire? Ejem...
Nah, pensé que sería simpático contarles algunas cosas de cómo me fue por allá. Comienzo por contarles una buena que, a su vez, me contaron. Resulta que en EE. UU. (y seguramente en otros países también) hay unas máquinas maravillosas que te cambian los billetes en monedas. Digamos que uno pone un dólar, y la máquina te devuelve cuatro monedas de 25 centavos. ¡Una maravilla! En mi país, para hacer eso debes hacerte amigo del bodeguero, del periodiquero de la esquina o sonreír de modo muy especial a algún vendedor ambulante que esté a tiro. Y generalmente recibes una expresión de odio a cambio. En fin.
Ocurre que un día fui a "hacer la lavandería", como decían por allá, frase coqueta que los que aún no tenemos el lenguaje pervertido seguramente cambiamos por "lavar ropa".
A este lugar fui. ¿Ven esas máquinas ahí dentro? Me quedé fascinado: con ellas, en un tiempo relativamente corto ya tienes todo hecho. Simplemente añades a tu ropa el detergente y algunas monedas, y las sacas sequita y preplanchada en tiempo récord.
En fin, la historia que me contaron tiene que ver con estas máquinas, y con un recién llegado a dichas tierras septentrionales. (¡Juro que no se trata de mí!). Ocurre que este sujeto acababa de llegar a los Yunaites, creo que a vivir. Y a su primera experiencia con una lavandería acudió acompañado de todos sus amigos. Naturalmente, estos se cuidaron muy bien de no explicarle nada sobre cómo funcionaban las cosas en una lavandería, pues haciéndolo así se aseguraban de que fuera a haber show. Y lo hubo.
Cuando uno no lleva detergente, suavizante ni ninguna de esas cosas, hay unas máquinas en las que se pueden adquirir por unas monedas, como si de dulces se tratara. Las más antiguas necesitan que el cliente discrimine las monedas: hay un pequeño cajoncito con ranuras especiales para las de 5, para las de 10 y para las de 25 centavos. Uno debe acomodarlas donde corresponda y luego empujar el cajoncito. Con eso basta.
Nuestro ignaro amigo había ido a "hacer el londri" con pocas monedas sueltas. Pero con muchos billetes, eso sí. Y cuando descubrió aquella máquina de la que les hablé primero, la que cambia billetes en monedas, abrió los ojos como dibujito japonés, visiblemente emocionado. Rápidamente colocó varios billetes ---muchos billetes--- uno tras otro, y se maravilló viendo cómo la máquina le devolvía monedas, muchas monedas.
Emprendió su lavado, feliz.
Solo cuando terminó de lavar toda su ropa se dio cuenta de su error: estaba lleno de monedas. No era el plan haber ido a la lavandería con billetes y regresar con una enorme bolsa de monedas. Seguramente algo debía de poder hacerse. Y de pronto su mirada recaló en la máquina que estaba justo al lado de la que cambiaba los billetes por monedas. Aquella no tenía una ranura delgada y larga para billetes, como la anterior; esta, más bien, tenía varias ranuritas para las monedas, y una larga bandeja debajo.
Nuestro amigo aplicó una lógica impecable: "Si en esta máquina pongo billetes y me salen monedas, es evidente que esta otra es para poner monedas y que me den billetes... ¡Los gringos piensan en todo!".
Ya se lo imaginan, ¿verdad? El novel inmigrante vació sus bolsillos de las decenas de monedas que tan alegremente había conseguido una hora antes, y se apresuró a llenar con ellas todas las ranuras de la vieja máquina. Todas. Y feliz, claro.
No se dio cuenta, sin embargo, de que esta máquina era un poco más grande que la anterior, y tampoco se dio cuenta de que tenía pegados varios stickers de marcas como Tide, Clorox, Downy... Porque, como usted ya habrá advertido, avisado lector, la máquina en la que nuestro amigo volcaba todas sus monedas, cargado de ilusión, no era una máquina sencillera; era una máquina expendedora de detergente. No, no se dio cuenta.
Por eso nuestro héroe nunca entendió por qué, luego de que hubo vaciado sus bolsillos y atiborrado la máquina de monedas, y luego de que empujara el cajoncito con todas sus fuerzas, la máquina comenzó a arrojar muchos pero muchos sobres de Tide, Bleach, Downy y cuanta cosa tuviera dentro, tratando de cumplir con el formidable saldo que le habían puesto. Decenas y decenas de sobrecitos de detergente, suavizante, blanqueador y miles de cosas más comenzaron a caer por la gran bandeja de abajo, y ni rastro de los billetes que nuestro camarada esperaba encontrar.
¿Y él? Ni pío. ¿Creen que dijo una palabra de lo que pasó?
Sus demás compañeros ---me contaron--- no se percataron de nada salvo un buen rato después, cuando, preocupados porque no lo veían, comenzaron a buscarlo por todo el lugar. Lo encontraron un rato después, inmóvil junto a la máquina expendedora de detergente, mudo, triste y avergonzado, como niño a quien sorprenden tras haberse orinado en clase. ¡Y no les quería contar qué había pasado!
Supongo que cuando los vio, les debió de haber preguntado: "¿Alguno necesita detergente? Pídanme con confianza".
Fuera de bromas, esta anécdota me hizo reír como no se imaginan. La persona que me la contó es J., quien fuera uno de mis mejores amigos en el colegio, y a quien tuve la gran alegría de volver a encontrar al estar de visita cerca de su casa en cierta ciudad neoyorquina.
El amigo J. se fue pa'l norte unos años después de salir del colegio, y desde ahí no lo había visto. La ternura de Dios me regaló el hermoso detalle de encontrarme con él luego de tanto tiempo. Paseamos, comimos, bebimos, nos perdimos, hicimos bromas y recordamos los viejos tiempos y los viejos chistes. Incluso casi nos morimos juntos... pero esa es otra historia.
Realmente la amistad es un don hermoso de Dios al hombre. Y lo más bonito de todo, es que se puede perfeccionar. Tan solo vi dos veces a J. en mi viaje; pero confío en que el correo electrónico y el chat puedan hacer maravillas para acrecentar nuestra amistad. Salud por eso.
Aquí les dejo otra foto. ¡Es mi ropa interior, qué más quieren! Si se esfuerzan bien, podrán verme por ahí en esta última.
* Para el que tenga cierta culturita no pasará inadvertido que el título de este post algo industrial le debe todo a Ray Bradbury.