miércoles, 23 de abril de 2008

El ADN de las cámaras

---¿Qué es eso?
---¿No sabes qué es?
---No, sí, claro, ya sé qué es. Digo, ¿de quién es?
---Ah, nuestra.

El sábado fue el cumpleaños de una de mis hermanas, así que el domingo tocó almuerzo tribal fuera de casa. El personal fue a hacer barullo a KFC y la pasamos bomba ---fotito incluida, tomada con cámara prestada---. Luego hubo dispersión estratégica: mi mamá se fue a hacer lavar la camioneta para el lunes, mi papá y mis hermanas se fueron a comprar un regalo para un sobrinito recién nacido, y yo me fui a otro lugar. Todo cotidiano, nada del otro mundo.

Por eso me agarró frío llegar a casa esa noche y ver una cámara digital en el escritorio de la computadora de la familia. Supuse que era prestada. Sí, otra cámara prestada. Digamos que tenemos muchos amigos y buenos.

---¿Nuestra? ¿La cámara es nuestra?
---Sí, la compramos ahora en la tarde.
---Sí, claro, y yo soy Brad Pitt.

Yo no sé si a ustedes les pase que cada vez que llegan a su casa en la noche resulta que su familia ha comprado un aparato electrónico nuevo. Tal vez a algunos sí, y se respeta. Pero en mi casa, si bien tenemos algunas tradiciones, aquella no es parte del repertorio. Y como entre los miembros de mi familia yo tengo más o menos la reputación de bobo del pueblo, pensé que se me estaba tomando el pelo una vez más. Por eso dije lo que dije.

Ah, y también porque, efectivamente, no me parezco a Brad Pitt (él se parece a mí, más bien).

Pensé que mi hermana no me había oído, así que insistí. Quería desentrañar el misterio.

---A mí no me la hacen. ¿Anda, de quién es la cámara?

Mi hermana siguió mirando la pantalla de la computadora sin mover ni un milímetro de ceja.

Yo no sé ustedes, pero todo aquel que ---como este pechito--- ha sido entrenado en el Líbano en estrategias de contraespionaje por el Servicio Secreto Británico, sabe que para mentir en ---pongamos--- una sorpresa que se le prepara a alguien o para vacilarse a costa del bobo del pueblo, más productivo que desgastarse soltando argumentos convincentes es adoptar la técnica de desentenderse por completo del interlocutor y fingir prestar atención a otra cosa. Claro, hacerse el tonto. Es más natural. Con eso se envía un clarísimo mensaje subliminal: "Es tan evidente lo que te digo, que me puedo dedicar a hacer otra cosa porque ni tengo necesidad de convencerte".

---Oye, anda, cuéntame, ¿de quién es la cámara? ---insistí.

Mi hermana tecleaba distraídamente y se reía a carcajadas con el nuevo smiley que algún amigo le había puesto en la pantalla desde solo Dios sabe qué lugar del mundo mundial.

---Hey, ¿de quién...?
---Ya te dije, es nuestra ---dijo secamente sin dejar de mirar la pantalla y sin dejar los smileys ni las risas.
---¡Ajá! ¿No te dije? ¡La técnica del tonto! La vieja estra... ---no pude terminar la frase.
---¡¿De qué estás hablando?! ---la voz de mi hermana comenzó a destilar cierto tonito de fastidio que ya le conozco.

Mi familia no es muy aficionada a seguirme cuando comienzo a disertar sobre técnicas de espionaje aprendidas en el Líbano.

Visiblemente molesta por mis interrupciones, mi hermana me espetó con más furia que deseo de informar:

---A ver... ---dijo haciendo acopio de paciencia---. La cámara es nuestra: la compramos con mi papá cuando fuimos a Tottus hoy.
---No te creo.
---Mira las fotos si quieres ---farfulló, y volvió a la pantalla, a los smileys y a las risas.

Uno que no es tonto se da cuenta de inmediato de que le han aplicado otra vieja técnica: la pista falsa. Claro: todos los que llevamos el curso de la agencia de Su Majestad sabemos que más efectiva que una mentira completa es una media verdad. Algunos teóricos, incluso, han llevado la cosa más allá: Casciari habla de la técnica del "sánguche piadoso", una mentira escondida entre dos verdades.

En este caso era evidente: supuestamente al ofrecerme una cosa concreta como las fotos guardadas en la memoria de la cámara, tendría yo material que podría considerar evidencia empírica de que la cámara era nuestra. Se olvidaba mi hermana, sin embargo, de que las fotos que estuvieran en la cámara podrían ser muy de la familia, pero que la cámara aun así y todo podría seguir siendo muy de algún ami...

Hasta que vi la última foto.

Bueno, la primera, porque todos saben que al darle al triangulito uno comienza a ver las fotos de atrás hacia delante, o sea, de la última a la primigenia. Y cuando llegué a esa foto, comprendí que nadie me podía estar engañando. Era verdad: tenía en mis manos la flamante cámara de la familia. Ya no había dudas. Lo supe de inmediato porque esa foto la tomó mi papá.

¿Qué dicen? ¿Que cómo lo supe? Pues muy fácil: porque ninguna otra persona en el mundo sería capaz de tomarles una foto a los dos vendedores de la tienda, y hacerlos posar y hacerlos sonreír para probar la cámara. Nadie. Solo mi viejo. Y eso es más inconfundible que una huella digital. Es el ADN de las cámaras digitales compradas a escondidas.

¿No me creen? Échenle una mirada ustedes mismos.




No hay nada que hacer: ¡Chicho es único!

Fuera de bromas, para quienes conozcan a mi papá, saben que es único. Claro, el problema es que todos dirán que es único por quinientas cuarenta y cuatro razones diferentes. Pero todas esas quinientas cuarenta y cuatro ---buenas y malas--- forman en él un único conjunto que nadie más tiene. Y eso lo hace único. Mi viejo es único, como cada persona es única. Única e irrepetible. Y resulta que todos somos únicos e irrepetibles, y eso hay que tenerlo siempre superclaro.

¿Qué? ¿Que por qué es útil saberse único e irrepetible? Para quererse y para dar gracias a Dios tanto por uno mismo como por quienes tenemos al lado. Cada persona es una bendición de Dios, única, una joya hecha a mano por el orfebre más delicado del mundo, parafraseando un poco a Lewis. Si uno aprende que cada persona que lo rodea es indiscutiblemente único y aprende a mirarlo con ojos sobrenaturales, reconocerá que es una bendición. Como Chicho.