viernes, 25 de diciembre de 2009

Felix Nativitas Dei!



Si la más santa del mundo
se sorprende por esta maravilla,
que nos ha dado el Padre,
de su propio Hijo
hecho hijo nuestro,
de su propia carne
en nuestra carne;
si la más santa,
y la más buena,
y la más pura,
si Ellla,
aún se sorprende,
¿con qué derecho
te tomas esta fiesta
igual que las demás?


Anímate,
tómatela en serio,
dale un sentido
verdaderamente
religioso.
Piensa en la Encarnación,
en que Dios se hizo hombre
por ti;
en que el Padre
para salvar al esclavo
entregó al Hijo,
y verás cómo pasarás
por fin
una feliz Navidad.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Mi segundo intento de homicidio

(Porque ya tuve uno antes, eh).
 
---¡Sí, claro, Diego! ¡Dale nomás!---dije con un tono de voz como para que se me escuchara hasta Camerún, y con una sonrisa que apunté al sol para que se luzca y me brille el diente y todo. 
 
Es que, ¿cómo iba a decir otra cosa? Se llamaba F. (no confundir con FI... ejem, REPITO: NO CONFUNDIR), y me estaba mirando directamente cuando Dieguito terminó de subir el último peldaño de las escaleras y se dirigió a mí.
 
Aquel paseo ---hace más de diez años ya--- fue a Chaclacayo,  en las afueras de Lima, un distrito a medio camino entre rural y urbano, con clubes y paseos turísticos para descansar y comer rico: comida tradicional, caballitos, piscina, aire libre y todo lo demás. F. había venido con nosotros y los otros cuchucientos invitados de la parroquia, y si ahora no recuerdo exactamente cuántos éramos es porque no me interesaba: en esa época solo me interesaba F. y que hubiera venido con nosotros; lo demás era lastre, relleno, decorado; los demás eran extras, digamos, de una superproducción en la que los protagonistas... Y, bueno, creo que se entiende, ¿no? Todos los demás eran extras ese día, incluso Dieguito, por más cariño que le tuviera y que él me tuviera a mí. Porque me tenía cariño, eh. Yo era como que su amigo favorito por aquellos tiempos.
 
Por eso digo que hasta Dieguito era extra ese día, y no me importaba.
 
Hasta que se subió al tobogán.

El tobogán de la piscina no era como Dios manda. Al contrario, era familiar e inofensivo, digno de un club pequeño: ni muy alto ni muy empinado, apenas lo suficiente como para que alguien caiga sin que se ahogue. Pero cuando se tiene 7 años, se mide un metro y no se sabe nadar, puede ser mortal. Y Dieguito
tenía 7 años, medía un metro y no sabía nadar. 
 
Así que Dieguito era el candidato perfecto para la muerte, pero no tenía miedo. ¿Y saben por qué? Porque se subió sin pensar en otra cosa que en la diversión y la felicidad que veía en nosotors al hacer aquello de dejarse caer por el tobogán. No le importó que la piscina fuera para adultos, que tuviera dos metros de profundidad y que todos los demás niños estuvieran en la otra; él quería estar con nosotros, divertirse y ser feliz como le habían prometido al invitarlo. Así que sin más trámite subió los peldaños con una gran sonrisa y mucha determinación.

¿Una bestia Dieguito? No. Porque los niños a veces son irresponsables, pero nunca idiotas. Arriba de la escalera, mirando el horizonte y la sonrisa de todos allá abajo, con toda la autoridad de sus siete añitos me lanzó una mirada de fuego y me preguntó a quemarropa: «Kike, ¿me agarras?». Era todo lo que necesitaba para lanzarse a la aventura que lo superaba: la seguridad de que alguien lo iba a agarrar.
 
Ya se ve por dónde va la cosa, ¿cierto?
 
Yo entonces me mojé el cabello, puse los brazos en jarra y estiré una pierna, y tras asegurarme bien con el rabillo del ojo de que F. me miraba, apunté mi mejor sonrisa al sol para completar la paradita de Superman ---con brillo de diente y todo---, y respondí:
 
---¡Sí, claro, Diego! ¡Dale nomás!
 
Y no necesitó más.
 
Nunca se debería necesitar más que eso. «¿Tú me sostienes?, entonces yo me lanzo».
 
Y punto.
 
Y listo.
 
Y, ¡zas!, se lanzó Dieguito.
 
Y, ¡zas!, casi se ahogó Dieguito.
 
Porque yo, más que atenderlo a Dieguito, me quedé concentrado en la paradita de Superman, fijándome ya no con el rabillo del ojo si F. me miraba, sino volteando a verla con total descaro ---y con la sonrisa amplificada para que me brillara más el diente--- para ver si estaba atenta a mi obra de varonil hombría, de salvavidas canchero, de amigo de los niños y futuro buen padre, y de...y de... Y mientras lo hacía Dieguito volvió a ser extra. 
 
Por un momento pensé que mi sonrisa funcionaba, porque la vi reaccionar con los colores que se le subieron al rostro. «¡Bien ahí ---me dije---, avanzamos!» Pero cuando poco a poco vi que ese mismo rostro se desfiguraba, alcancé a vislumbrar por qué se le habían subido. Y cuando vi que comenzó a gritar ya no mirándome a mí sino a algún punto indeterminado bajo el agua, entendí todo:
 
---¡Sácalo, idiota! ¡Sácalo! ¡Se va a ahogar Dieguito!
 
La paradita de Superman se transformó en la de Ungenio González tratando de encontrar a un niño a medio ahogar debajo del agua. Metí mis manos como pude y por donde sea, a ver qué pescaba, mientras rogaba a Dios con todas mis fuerzas que Dieguito no se muriera. Pronto topé con algo bajo el agua; cerré mis manos alrededor de eso y jalé con todas mis fuerzas. Era Dieguito, que escupía agua y trataba de jalar todo el aire del mundo a sus pulmones. Lo levanté como pude y lo saqué de la piscina llevándolo sobre mí y esperando que su respiración agitada y tusígena se estabilizara. Y se debió de estabilizar muy bien, porque un segundo después ---con un alivio enorme--- lo oí a gritarme con todas sus fuerzas:
 
---¡¡Eres un imbécil!!
 
¿Hace falta decir que ni cuando salí de la piscina ---ni nunca más--- me atreví a volver a mirar a F.?
 
Fuera de bromas, Dieguito nunca había leído Mt 14, 22-33: no necesitaba hacerlo como nosotros los grandes: él es un niño y lo tiene incorporado. Somos nosotros quienes lo olvidamos y necesitamos catequesis, charlas y demás sandeces que podríamos evitar con simplemente ser más hombrecitos... como los niños.

jueves, 3 de diciembre de 2009

De príncipe a mendigo

Esta historia la recordé porque un amigo me la hizo recordar. Lo raro es que, uno, él no sabe que me la hizo recordar y, dos, aunque no lo sabe, sí tenía intención de hacérmelo recordar.
 
Ya, mucho floro.
 
Cuando ocurrió, ocurrió in illo tempore, o sea, en un tiempo remoto que vaya Dios a saber cuándo. Pero como fue lo que fue, ya nunca lo olvidé. Oséase: si hubiera sido otra cosa, ahora lo estaría contando como «Cierto día...», pero como fue precisamente esa  cosa, se quedó grabado en mi mente para siempre.
 
Por eso, y desde ahí, sé la fecha.
 
Ocurrió un 18 de diciembre. Fue un día de perros: empezó con una mañana de perros, siguió con una tarde de perros y todo parecía indicar que culminaría con una noche de perros. Todo hombre tiene un límite, y los que me conocen saben que lamentablemente el mío es muy bajito... una nadita... una ñizquita. A la FI le he prometido cambiar esa vaina, así que en esas andamos.
 
Pero ese 18 de diciembre yo todavía no conocía a FI. Si existíamos el uno para el otro, era apenas en una ruma de carpetas archivadas en la tarima de «Pendientes» de Dios. Y cada uno hacía su vida.
 
Yo la mía seguramente no la estaba haciendo tan bien, porque entre las cien cosas por hacer, las cien que ya había hecho y las cincuenta que debía volver a hacer porque había hecho mal; entre la gente que llamaba para preguntarme cosas, la que llamaba para quejarse, la que llamaba para importunar o para cualquier otra cosa, despachaba bilis a derecha e izquierda. Y lo que quedaba del día parecía prometer más.
 
Entonces suena el celular... una vez más. Interrumpí la atención que le prestaba a una persona para contestar.
 
---¡¡ALÓ!!
 
En mi país se suele responder el teléfono con ese «Aló» pero con tonito de pregunta, como invitando al otro a tener confianza y lanzar lo que necesite sin remilgos. Pero ese día yo no lo tonitopregunté; lo ladré.
 
---¡Aló! ---ladré de nuevo. Me incomodaba que al otro lado de la línea nadie dijera nada. ¿Un bromista? En seguida vería lo que es bueno.
---¿Aló? ¿Hijito?
 
Era mi mamá.
 
Nadie se equivoque: quiero mucho a mi madre. Pero ese día no era el ideal para una llamada, ¿vio? En serio tenía mil cosas que hacer y atender, y me estaba poniendo muy nervioso.
 
---Sí, mamá, hola.
---¿Aló?
---Sí, mamá, hola.
---¿Aló?
 
Renegón, asadazo, caliente  son palabras que se usan en mi país para describir grados cualitativamente diversos de furia. Y si hay algo que me hace renegar más, me asa más o me calienta más que una mañana de perros con su tarde de perros y su promesa de noche de perros, es una mañana de perros con su tarde de perros y su promesa de noche de perros con llamadas al celular llenas de interferencias telefónicas.
 
---¿Mamá? ¿Me escuchas?
---¿Aló?
---¿Mamá?
---Hola, hijito, ¿me escuchas?
 
Sí la escuchaba, pero ella no a mí. Decidí colgar.
 
---Mamá, ¿sabes qué?, no te escucho bien. Estoy bien ocupado, mejor hablamos en la casa, ¿ya? Chao...
---Ya, hijito, ahora sí te escucho. ¿Me decías?
 
Genial, ahora a empezar todo de nuevo.
 
---Sí, mamá, mira, te decía que mejor hablamos...
---Ya, hijito, estás ocupado. No, no quería interrumpirte. Solo llamaba para saludarte y desearte feliz día.
 
¡¿Para eso me llamaba?!
 
---¡¿Para eso me llamabas?!
---Sí, hijito, nada más: feliz día: ¡feliz aniversario!
 
Entonces sentí ese frío por el espinazo... sí, aquel... lo han sentido, ¿no?
 
---¿Aniversario?
---Sí, hijo, feliz aniversario.
 
Los perros de mi día dejaron de ladrar; las nubes dejaron de oscurecerse y todo se quedó en suspenso un segundo. ¿Aniversario de qué? Mi cumpleaños ya había pasado en setiembre; mi boda todavía no se había realizado porque no había con quién y el aniversario de matrimonio de mis padres era recién al día siguiente (y en ese caso, era a mí a quien le tocaba llamar para felicitar).
 
---¿Aniversario de qué, mamá? ---dije en un nuevo arranque de falta de paciencia. No vaya a ser una excentricidad de mi mamá que se le ocurrió quizá llamar por cualquier...
---Es que un día como hoy te bautizamos.
 
¿Han visto un iceberg? Seguro que sí. ¿Alguna vez se han sentido como uno? Seguro que también. Pero ¿cómo un iceberg humillado?
 
---...
---Sí, hijito, hace mrsssmrss años que te bautizamos, tu papá y yo. Un día como hoy naciste para el Cielo. Feliz día.
 
Yo creo que existen los ángeles de la guarda, y no por teología o porque lo haya leído en un libro, sino porque ese día fue el mío el que me retuvo de no tirarme por un acantilado e incluso le alcanzó a decir «Gracias» a mi mamá en vez de mí, porque la voz se me había hecho un nudo en la garganta.
 
Fuera de bromas, bendito sea el día del nacimiento para el Cielo, el día en que, como dice mi amigo, pasamos de ser mendigos a ser príncipes. Claro, nunca faltamos los que lo estropeamos con nuestra soberbia y ombliguez, los que nos creemos que somos el centro del universo y no Dios, al punto que nuestras cuatro cosas que hacer por día nos tapan la vista de la eternidad, y nos devuelven ---heridos--- de príncipes en mendigos. Bendito sea Dios que nos tira el salvavidas para recordar la verdad.