He recibido tantas cartas de mis cuatro lectores, que he tenido que apurar la publicación de la segunda parte de la historia. Bueno, es que las cartas no eran de felicitación... eran amenazas de muerte. En fin, como todavía tengo planes de vivir un poquito más, aquí vamos. (Ah, y, por si acaso, tú, que escribes con letras recortadas de distintas revistas: ya sé quién eres).
Vamos allá.
En el capítulo anterior los hice retroceder en el tiempo y los llevé a unas vacaciones familiares de ensueño. Mi familia y yo nos perdimos buscando una carretera y un hotel y una carretera y un hotel y una carretera... Cuando llegamos al que creíamos que era nuestro hotel, nos rechazaron olímpicamente porque nos habíamos equivocado. Ahora, rechazados también por el segundo ---y por el mismo error---, intentábamos hallar la carretera para ver si con las nuevas instrucciones dábamos por fin con el hotel correcto. Para más detalles, lean el
post anterior.
10 :35 p. m.
---Dante, ¿dónde rayos está la carretera? ¡Ni siquiera puedo llegar a ella!
---Cálmate, Riquecito...
---Errr... puesss, tíou...
---Papá...
---Silencio, déjalo a tu papá.
---¿Con quién hablas tanto, Dante? Dile que estamos perdidos... ¡Pásame ese teléfono!
---Deja que siga hablando Dante, papá, él es de aquí.
10 :45 p. m.
---¿Dónde rayos está la carretera?
---Se supone que es esa de allá, pero ¿cómo llegamos?
---Doubla a la derecha, tíou...
10 :55 p. m.
---Dante, dijiste a la derecha...
---Errrr...
---Regresemos y doblemos a la izquierda mejor.
---Pero ¿cómo voy a regresar si ni siquiera sé dónde estamos?
11 :00 p. m.
No les cuento cómo andaban los ánimos. Ni siquiera habíamos encontrado la carretera para de ahí emprender la hora y media de camino hasta la salida 31-A. Alguien se había llevado la salida a la carretera I-95 y la había escondido. En su lugar había dejado un restaurante de comida china, un autódromo, una fábrica de colchones, un restaurante de comida china, un autódromo, una fábrica de colchones, un restaurante de comida china, un autódromo, una fábrica de colchones...
Ehhh... algo no andaba bien.
---Papá, estamos viajando en círculos.
---Cállate la boca.
11 :10 p. m.
---¿Por qué te estacionas aquí?
Paramos en el restaurante de comida china.
---Porque me orino, por eso. Nadie toque las llaves del carro.
---¿Y a dónde nos vamos a ir, papá?
Mi papá bajó corriendo y entró al restaurante. La única palabra que sabía decir en inglés era restroom,(1) y lo bien que le venía en estos momentos haberla aprendido.
Al lado del restaurante había un supermercado pequeño.
11 :20 p. m.
La puerta del supermercado se abre violentamente y mi papá sale corriendo. Sí, corriendo, como si hubiera un incendio. Peor aun, como si él lo hubiera provocado. Corrió más rápido que para llegar al restaurante de comida china.
---¡Vámonos!
---Pero ¿qué pasó?
---¡Cállate la boca y vámonos! ¡Nadie diga nada!
---Pero ¿a dónde vamos a ir si no sabemos...?
---¡No importa, nos vamos!
El Buick partió más rápido que una orden de Dios. Mi papá nos prohibió mirar atrás y todos obedecimos. Nos fuimos. No sabíamos a dónde estábamos yendo, porque igual seguíamos perdidos. Pero nos fuimos.
11 :22 p. m.
---¿Qué pasó? ¿Nos vas a contar ahora?
---Sí, ya estamos lejos...
Y lo que siguió fue una de esas historias que te harán reír para siempre cada vez que las recuerdes.
Mi papá bajó corriendo y llegó al restaurante de comida china. "Debe de haber un baño dentro", pensó con lógica impecable. Entró y no tuvo mejor idea que preguntarle al primer mozo que tuvo a tiro: "Restroom, restroom!". Se lo señalaron con el dedo. Raudo como un rayo, mi padre llegó a donde todos los hombres somos iguales. Nada complicado, solo piche. Pero, en el apuro, no advirtió que el inodoro sobre el que descargaba su ansiedad no estaba vacío. Siento mucho si lo que sigue puede ofender a alguien: el que desee puede saltarse el resto de la historia y reanudarla en las 11:30 p. m.
En palabras de mi papá, el inodoro tenía algunos submarinos flotando. La caca es caca aquí, en Suiza y en Estados Unidos. Y es igual de fea. Mi papá no se hizo mayor problema. "Esto se resuelve jalando la palanca", resolvió interiormente. Y añadió una nota mental: "Qué cochinos los gringos". Sin embargo, había juzgado apresuradamente. Con horror descubrió la razón por la cual nadie se había tomado la molestia de llevar los submarinos a la modalidad de inmersión: algo estaba atorado en el fondo. Cuando jaló la palanca, vio espantado cómo el nivel del agua del inodoro no pasaba, y en vez de eso subía y subía... y subía y subía... y subía. Los ojos como platos, mi papá rezaba a todas las fuerzas de la naturaleza: "Por favor, que pase... Por favor, que pase...".
Pero no pasó. El agua comenzó a rebalsarse, y los submarinos comenzaron a descender por la corriente y a navegar por el piso de todo el baño, zizagueado entre los zapatos de todos y buscando la libertad que en el inodoro no tenían.
Mi papá esquivó los ataques de los submarinos como pudo, alzando los pies aquí y allá. Abrió la puerta de la letrina y miró a derecha e izquierda. Un niñito gringo atendía estupefacto al espectáculo, y gritó señalando o bien a mi papá o bien a los submarinos o bien a todo el conjunto:
---Daddy, look!! ---['¡Mira, papá!'].
Entonces mi papá se cerró la bragueta como pudo, se propuso no mirar atrás y salió corriendo en busca de alguna salida de emergencia. Lo primero que vio al salir del baño era que el restaurante se comunicaba con el supermercado por una pequeña puerta. La cruzó sin titubear. Escuchó que alguien le decía algo, pero solo en el Juicio Final sabrá qué fue, pues repentinamente se había vuelto sordo. Para su suerte, fue a dar al mismo estacionamiento en que estábamos nosotros. Trepó al carro más asustado que si hubiera visto al diablo, y nos fuimos en un dosportrés.
En ese momento, cuando nos lo contó, quizá por la tensión contenida, quizá por el miedo que en el fondo todos teníamos, quizá por el hambre, por la frustración, o quizá simplemente por lo divertidísimo de su historia, nos reímos tanto que hasta ahora tengo las marcas en el vientre. Hasta ahora nos reímos cada vez que lo recordamos.
Bendito sea Dios por ese momento de distensión.
11 :30 p. m.
Minutos después volvíamos a la triste realidad: no encontrábamos ni siquiera la carretera.
---Dante, ¿dónde está la carretera?
---Errr... tíou...
---Dante, dame ese teléfono.
---Pero, papá, tú no sabes inglés.
---No me importa. Dame ese teléfono, Dante.
---Errr... tíou... ---Dante negaba con la cabeza.
---Dame ese teléfono. ¿Qué pasa?
---Tíou, nou estoy hablandou con ninguna personah... Es una grabadoura que me da indicaciounesss...
Plop.
11 :40 p. m.
---¡Miren!
---¡Oh, no...!
---¡No puede ser!
---¡Nooo!
La vida es dura. Sí, señores: dura. Y es que aún no podíamos encontrar la miserable carretera; aún no habíamos podido siquiera comenzar el camino de hora y media que nos separaba de un hotel, una cama y algún animal muerto en un plato; aún no habíamos acabado nuestra pesadilla, cuando ante nuestros pobres ojos, lentamente y poco a poco, comenzó a aparecer ---monstruosa, colosal--- una formidable estación de peaje con cuchucientos carriles. Era la gran entrada a Magic Kingdom... el lugar al que debíamos ir al día siguiente. Al día siguiente. Ironías de la vida: aún no habíamos llegado al hotel, pero sí habíamos descubierto nuestro parque.
---¿Y si estacionamos el carro al costado de la carretera y nos quedamos a dormir aquí nomás?
11: 45 p. m.
---¡Mira!
---¿Qué?
---Ese cartel... ¡dice "To I-95" ['Hacia la I-95']!
---¡Yeeee!
---¡Vamos allá! ¡Esa debe de ser la salida!
---¡Por fin, Dios mío!
11 :47 p. m.
---¡Mira, qué horror!
---¡Dios santo!
---Nunca había visto algo así.
---¿Habrá habido un accidente?
Lo primero que nos sorprendió ni bien llegamos a Florida dos días antes fue ---además del calor--- el tráfico. Carreteras enormes, de cuatro carriles o más, llenas de autos que se desplazaban a 100 ó 120 kilómetros por hora, apenas a dos o tres metros unos de otros. Nos explicaba mi primo que cuando uno de ellos chocaba, todos los demás chocaban. Los accidentes múltiples eran pan de cada día. Y cuando eso ocurría, el tráfico se paralizaba por horas.
Y con tanto tráfico, por razones de seguridad existe un sistema de lo más sensato: a ambos lados de la carretera ---tanto en el sentido de ida como en el de venida--- hay un carril separado de los demás por una línea amarilla continua, carril que no es utilizado por nadie. Es el emergency lane, el 'carril de emergencia'. Nadie puede usarlo. Está reservado exclusivamente para las ambulancias y la policía en casos de vida o muerte. Puede haber el tráfico más espantoso del mundo... pero ningún gringo osaría jamás invadir ese carril. Nunca.
La cosa es que por fin habíamos encontrado la salida a la carretera. Una gran hoja de trébol nos estaba llevando desde quién sabe dónde hasta la famosa I-95, que tras poco más de una hora de viaje debía llevarnos por fin (si existía un Dios en el Cielo) a nuestra noche de hotel gratuita. Ya no queríamos tiendas. Ya no queríamos comida. Ya no queríamos nada. Tan solo queríamos dormir. Y entonces, mientras volábamos desesperados por la gran curva que dejaba el ramal para entrar a la carretera, vimos hacia nuestro lado izquierdo algo que nunca en nuestras vidas habíamos visto: cuatro carriles totalmente atestados de autos, todos detenidos, inmóviles. Era el embotellamiento más brutal del que habíamos tenido conocimiento, acostumbrados como estábamos en Lima a ver, a lo mucho, veinte carros atascados en alguna avenida de dos carriles (ahora la cosa ya cambió y tenemos embotellamientos más salvajes... pero ese es otro tema).
---¡Pobrecitos!
---¡Mira cuántos carros!
---¡Guau!
No exagero nada (bueno, en realidad, juro que en ninguna parte de esta historia he exagerado): nos habremos desplazado probablemente alrededor de un minuto entero a 90 kilómetros por hora... y seguíamos viendo hileras de autos detenidos sin que el final de ese interminable enjambre apareciera por algún lado. Jamás había visto tantos autos juntos en mi vida.
---¡Esos llegarán mañana a su casa!
---Oujalá que nou haber habido accidentei...
---Sí, ojalá...
Con nosotros no era. Tal vez me persigné o tal vez recé un padrenuestro por la gente que pudiera haber estado atrapada entre algunos fierros retorcidos allá adelante. Me imaginé que algo muy serio debía de haber ocasionado aquello. Sin embargo, a nosotros ya no nos daba el cuerpo para preocuparnos más, era imposible: el ánimo se nos había copado con el hambre, el cansancio, el sueño, la frustración y ahora con la emoción y la ansiedad de por fin haber descubierto cómo llegar a la carretera. Sin embargo...
Sí, se imaginan, ¿verdad? Eso. Exactamente. Eso tan trágico para ser verdad que usted se está imaginando ahora, querido lector, fue la más triste y cruel de las verdades. El insobornable duende del destino nos hizo una de sus ácidas muecas: luego de todo el largo curvón que dimos, fuimos a parar exactamente al final de toda aquel pelotón de autos. Exactamente al final. Al final. Al final...
---¡Buaaahh!
---¡Buaaah!
Para los que no han visto nunca a un hombre llorar, les digo que es un espectáculo terrible. No, no hablo por mi papá: me refiero a mí.
11 :50 p. m.
La desazón era total. Era Waterloo. Era Pearl Harbor. Era la eliminación de la Argentina en el mundial del 2006. Era... era trágico.
En circunstancias desesperadas se dice que es necesario tomar medidas desesperadas. Yo no sé. Yo solo sé que si a alguno de nosotros ---demolidos, destruidos, hechos tiras--- se nos hubiera ocurrido alguna idea en ese momento, por más descabellada que fuese, a ese tal lo hubiéramos proclamado rey o héroe nacional.
Cualquier idea.
Cualquiera.
Y esa idea llegó. Entre lágrimas, vimos que mi papá miraba con ojos codiciosos el famoso carril de emergencia.
Muy bien, aquí hay que aclarar algunas cosas: que conste en actas que yo soy de los que piensan que el fin no justifica los medios, ¿oquéi? Así que tomen lo siguiente con mucho cuidado. (Niños: no hagan esto en casa). Juro que en otro contexto yo hubiera sido el primero en exigir que respetáramos ese carril. Pero con seis horas en un carro de porquería (ya nos importaba tres cominos que fuera del año y que hasta la gasolina fuera automática), muertos de hambre, de sueño y absolutamente agotados y frustrados, les juro que ya no estábamos para prohibiciones de ningún tipo, cosas que, por lo demás, a los latinoamericanos se nos antojan refinadas sutilezas en ciertos contextos. Así que se nos salió la sudacada: era matar o morir.
---Agárrense ---dijo mi papá.
Y dobló el volante a un lado con fuerza, y aceleró lo más que pudo; invadió sin ningún asomo de duda el emergency lane, y le dio con todo al pedal del acelerador. ¡Rápido!, ¡rápido! Boquiabiertos, ninguno de nosotros se atrevía a decir nada. O tal vez yo dije algo. No lo sé. Pero un instante más tarde todos éramos la ansiedad en persona: mudos, esperanzados.
Un largo rato después, alcanzamos al primer carro de todo aquel embotellamiento. Todavía no habíamos cerrado la boca, pero seguíamos todos mudos.
---Esquiusmi, míster... ---dijo mi papá bajando la ventanilla.
A nuestro lado había una pareja en un automóvil blanco. Un señor con bigote miró a mi papá con mucha extrañeza. Hasta ahora lo recuerdo.
---Esquiusmi, míster... ---mi papá no habla nada de inglés, ¿vio? Pero les juro que en una situación así uno aprende. Se los juro.
Mi papá se volvió a nosotros:
---Oigan, ¿cómo se dice "Déjeme pasar por favor"?
Todos seguíamos boquiabiertos.
El señor de bigote bajó la ventanilla.
---Ehhh... plis, ehhh... pasarrr... Mí quererrrr pasarrrr ---mi papá dejaba chiquitos a todos los alumnos del Británico.
---Huh? ---la cara de extrañeza del gringo era formidable, les juro.
---Pasarrr.... Mí quererrrr pasarrrr... Please... ---y hacía gestos con las manos, imitando a un carro que pasa delante.
---Errr... yeah, yeah ---dijo el gringo más por amabilidad que por convencimiento, algo así como cuando en tu empresa te dicen que has sido premiado para venir a trabajar un domingo. Algo así.
---Senquiu, senquiu ---dijo mi papá con su mejor sonrisa y el dedo pulgar bien bonito delante de su rostro, un gesto universal que no necesita traducción.
A la derecha había una mujer policía en una moto, una ambulancia y algunos periodistas. Puedo asegurarles por lo más sagrado que todos mirábamos al frente y que ninguno se atrevió a mirarlos. Yo, al menos, los vi con el rabillo del ojo y nada más. Las lágrimas, dicho sea de paso, tampoco me hubieran permitido verlos con claridad.
Mi papá era nuestro héroe.
11 :55 p. m.
¿Alguna vez han sentido como que se rompe un hechizo, como que un cristal se rompe pero no hay vidrios rotos? Y, sin embargo, solo en ese momento todos en la sala reaccionan. Algo así ocurrió. Cuando nuestro cristal de estupefacción se rompió ---unos kilómetros más allá--- aquello fue una revolución: risas, llanto, gritos, carcajadas, palmaditas en el hombro... vamos, ni siquiera cuando el Perú clasifique al mundial ---porque va a clasificar algún día, ¡eh!--- se alegrará la gente así.
---Ahora sí, a buscar esa bendita salida 31-A.
1 :15 a. m.
---Por fin, esta es la salida. Ehhh... ¿gente?
---Yo estoy despierto, papá ---avisé---. ¿Despierto a todos?
Nuevamente fue el problema de encontrar la salida y ver cómo encontrábamos la dirección del hotel. Mejor no se los cuento.
Unos minutos más tarde estábamos estacionados frente a un edificio muy alto, pero no muy atractivo.
---Bueno, este es.
---Errr... tíou...
---Sí, sí, ya sé: vamos a ver si este es.
Bajamos mi papá, mi primo y yo. Sí, a jalarles el bigote a los dioses.
1 :30 a. m.
---Buenas ---empezó mi primo---. Hemos ganado un premio. Tengo una carta para el señor John Rinella, el administrador...
---¿Quién? ---la cara de extrañeza del recepcionista era genuina... y comenzamos a temblar.
---John Rinella.
Entonces me armé de valor. Había que cerciorarse primero.
---¿Este es el Howard Johnson International Tower? ---dije mientras el corazón me hacía pum-pum sin control.
---Sí, este es.
El gringo no entendió por qué nos abrazamos.
---Entonces tenemos una carta para el señor John Rinella. Ahí dice que nos hemos ganado un premio: dos noches y un día.
---Oh, pero...
No, esto no podía ser verdad...
---...el señor John Rinella...
Comencé a ver todo como en cámara lenta, ya saben, la voz del tipo deforme, lenta y en tonos graves.
---...hace seis meses que no trabaja aquí. Lo cambiaron a otro hotel...
Muy bien. El día del fin del mundo podía haber sobrevenido en ese mismo instante y nosotros no nos íbamos a enterar. Era tal nuestra desazón. Ya nada peor podía sucedernos. Nada.
¿Qué fue lo que ocurrió a continuación? ¿Cómo se explica lo que sucedió? Tal vez nunca lo sepamos. Es decir, yo tengo mis teorías sobre la misericordia de Dios y la providencia, y también sobre la compasión humana. Sin embargo, tal vez sea más sencillo pensar que tales habrán sido nuestras caras de espanto y desazón, que el recepcionista entendió de inmediato. En efecto, con mucha delicadeza preguntó:
---Is something wrong? ['¿Pasa algo?'].
Nosotros, que estábamos mudos de congoja, sorpresa y coraje, entramos en erupción: todos al mismo tiempo, en cualquier idioma y atropellándonos unos a otros, le explicamos en veinte segundos cada cosa que nos había pasado. Omitimos, claro, la escena del mi papa, el restaurante y los submarinos; pero básicamente fue un extraordinario esfuerzo de síntesis... que dio muy buen resultado.
El tipo nos miro asombrado: ¿cómo podían estar vivas aún estas personas? Hizo un par de llamadas telefónicas que hicieron que el corazón se nos saliera por la boca, y finalmente anunció:
---Está bien, les voy a regalar las dos noches gratis aquí.
El Cielo existe. Dios existe. La bondad humana existe. Mi sobrino se deshizo en agradecimientos para con el gringo, yo ofrecí ser su esclavo para toda la vida y mi papá le prometió a una de mis hermanas en matrimonio. El recepcionista rechazó amablemente todo esto y nos dio unas llaves. No me lo van a creer, pero por un momento vi que las llaves tenían un par de alitas y un cartel que en vez del número de habitación decía: "Esta es la puerta del Cielo".
Fuera de bromas, ahí donde la ven, esta historia ---con todo y lo alucinante que fue--- es uno de los recuerdos más gratos que tenemos como familia. De hecho, gracias a anécdotas como esta, y otras más, este viaje fue una de las actividades que más nos unieron. De hecho, marcó un antes y un después. Sin embargo, uno se pregunta: "Pero ¿por qué, si todo salió tan mal?"... y yo no sé qué contestar.
Se me ocurren varias ideas, por cierto. Pero a mí me gusta quedarme con esta: Dios sabe sacar cosas buenas de las malas que nos ocurren. De hecho, de esta cadena de acontecimientos calamitosos mi familia y yo sacamos un baúl vivo lleno de lindos recuerdos, la posibilidad de reírnos juntos (invalorable) y haber vivido una aventura de las dendeveras, una de esas de las que no te olvidas nunca. (Además, también ganamos algo espectular para contar a los amigos).
¿Se imaginan que todo hubiera salido a pedir de boca? Hubiera sido lindo, ¿no? Pero la que nos hubiéramos perdido.
Bendito sea Dios por saber sacar bienes de males.
Y así y todo, encima a veces nos quejamos de cuando las cosas nos salen mal. ¡Jo!
(1) Restroom : 'baño'.