martes, 28 de noviembre de 2006

Poni

Hasta esta redacción ha llegado un desafío/invitación/reto/propuesta/a-que-no-te-atreves de parte de un par de simpáticos blogs que también leo (este y este). Y ya que el reto pareció simpático e ilustrativo, henos aquí, dispuestos a revelar parte de nuestra intimidad más íntima (¡jo!) y de nuestros traumas psicológicos.

Es que la invitación consiste en que cada uno cuente un poni del que sea orgulloso ---o sufrido--- portador. Un poni (¿expresión popular en España?) ha sido definido como (cito de uno de los blogs en cuestión) "[...] un trauma muy gordo que se te queda después de algo que te pasa cuando eres pequeño". Parafraseando un poco las palabras de las organizadoras de esta cruzada: por ejemplo, un poni sería si te vas a un campamento de verano y te caes al lago y nadie te rescata porque el socorrista está entretenidísimo con la monitora de tiro al arco (sí, entretenidísimo); y entonces te mueres y vuelves cada verano de entre los muertos para cargarte a los monitores del campamento porque tienes un resquemor de los gordos. Por ejemplo, como le pasó a este jovencito.

Bueno, yo no regreso todos los años para matar gente en campamentos de verano. Básicamente porque en mi país no suelen haber campamentos de ese tipo, y porque con las pastillitas que me recetó la doctora Tesuda Tumano ya se me pasó. Mi poni es un poco más sencillo. Pero traumático al fin y al cabo.

Me sucedió cuando aún estaba en la universidad. En esa época tenía temporadas con casi tanto tiempo libre como ahora, solo que sin la preocupación de tener que conseguir un trabajo, por lo que me lo pasaba en grande. Bueno, a veces, claro. El resultado era tener siempre un tiempito libre para algunas actividades honorables que lo ayudaran a uno a cultivar el espíritu. Así que cuando leí un discreto cartelito que anunciaba la Misa en sol mayor de Schubert en el auditorio de Física, no dudé ni un segundo: lo anoté en mi agenda y me mentalicé. Sonaba bien.

Era para un jueves al mediodía. Así que ese jueves me las arreglé para almorzar temprano y tener todo listo. Después de un fugaz almuerzo, comparecí en el susodicho "auditorio de Física" (apenas un salón más grande que los demás... entenderán que los estudiantes de Física no son el público más aparente para construirles todo un auditorio dedicado a la música culta), comparecí, decía, sin sospechar que estaba compareciendo ante una de las peores tardes de mi vida.

Y empezó la misa. Es decir, la música. En realidad, la tal misa de Schubert (lo comento para los que no lo sepan) no es una misa tal cual; es, más bien, la música para la misa. La estructura de una misa (en música) normalmente es la siguiente:

-- Kyrie
-- Gloria
-- Credo
-- Sanctus
-- Benedictus
-- Agnus Dei

Hasta ahí vamos bien, seguro que todos ya sabían eso. ¿Qué dicen? ¿Que no? Bueno, pero lo que de seguro sí saben (porque esto sí lo sabe todo el mundo) es que las obras de música culta normalmente tienen varias partes. Dichas partes se suelen llamar movimientos, y se considera que una composición ha terminado cuando han sonado todos sus movimientos. De Perogrullo, ¿verdad? Pues de ahí se deduce que no se debe aplaudir hasta que la obra, con todos sus movimientos, termine. Vamos, ¡si todo el mundo sabe eso!

Todos menos yo.

Entonces, que empieza la misa tan bonita y yo me maravillo y digo "Caramba, qué lindo es esto" y luego de unos minutos termina el delicioso primer movimiento (el Kyrie ---si no me engaña la memoria---) y entonces los músicos paran y todo se queda en silencio y... y...

"Mira a estos ignorantes: nadie se da cuenta de que esta parte ha terminado. Pero, deja: yo les enseñaré". No les diré quién pensó esto de aquí, pero sí que unos milisegundos después, este pecador se lanzó a aplaudir con desafiante frenesí ("¡Aprendan!"), con delirante indignación ("¡¿Qué no se dan cuenta de que toca aplaudir?!"), con beligerancia ("¡Así, así! ¡Choquen sus manos unas con otras!")...

Pero pronto la rabia y la indignación se fueron transformando en sorpresa y confusión ("Esteee... algo no anda bien") pues todo el auditorio seguía en silencio, y nadie me siguió la corriente ("¿Aló? Tierra llamando a auditorio..."). Apenas por ahí uno o dos incautos más dieron un par de palmadas, quizá compadecidos del loquito que comenzó a aplaudir como mono sin razón alguna. Pero pronto abandonaron la empresa, y solo quedaban resonando en el ambiente las palmas que incluso yo mismo miraba con sorpresa, como si fueran de otro ("¿Qué ocurre?").

Entonces me callé. Más prudencia que por otra cosa. Quizá yo me había dormido y había despertado en un universo paralelo en el que estaba prohibido aplaudir, y seguir haciéndolo excitaría la ira de los nativos. Nunca se sabe. Solo que dejé de aplaudir y me sequé un poquito el repentino sudor que me caía por la frente. De pronto había comenzado a hacer mucho calor. Y comenzó a hacer aun mucho más calor cuando ---aterrado--- veo que la directora allá abajo deja su batuta en el atril, y se vuelve hacia nosotros para decir algo. Y lo dijo ---obvio--- no para mí (¡nooo, qué va!) sino para todos en general. Obvio.

---En una obra musical clásica no se aplaude sino hasta el final.

El calor se había hecho insoportable, les juro, y lo que hubiera dado por que la era del hielo hubiera venido nuevamente de sopetón y sobre el Perú en esos precisos instantes.

La cosa es que desde ese fatídico día, nunca soy el primero en aplaudir en lo que sea. Siempre dejo unos prudenciales segundos (no vaya a ser que los aplausos que comienzo a escuchar sean producto de mi imaginación) antes de lanzarme a aplaudir como monito. Y discretamente, eso sí.

Debajo les dejo una foto, no solo para que me conozcan (ya era hora), sino porque es algo así como nota de las iniciadoras de la cruzada que tu poni venga con la foto correspondiente.

Debo decir, para justicia del pobre Schubert, que su misa, luego de escucharla completa, resultó bellísima. Me gustó mucho. Recuerdo especialmente el Agnus Dei... ¿tal vez por la parte que dice "Ten piedad de nosotros"?.

Fuera de bromas, felizmente que (todavía) Dios me quiere a pesar de esos arrebatos de humildad (!).


Esta foto (gracias a Lorzagirl) fue tomada con la cámara de seguridad del lugar,

que se activa cuando hay fuego o cuando

alguien aplaude como loquito antes de que termine la obra.

miércoles, 22 de noviembre de 2006

Sorpresa en paños menores

La culpable de que yo escriba siempre taaaan largo tiene nombre y apellido (bueno, y la culpable de que yo escriba tan mal también lo tiene, pero esa es otra historia). Decía que existe quien tiene la culpa de que yo escriba tanto en cada cosa que escribo. Y como no le he pedido permiso para mencionarla por aquí, diré solamente que se llama Rosa C.
 
Rosa C. fue mi profesora de mecanografía en el colegio. O sea, me enseñó a aporrear las teclas de una máquina de escribir cuando yo tenía 15 años. Debido a eso, soy de aquellos que escribe con todos los dedos y sin ver el teclado. Ejem, de hecho, escribo 83 palabras por minuto (gracias, gracias... ya pueden dejar de aplaudir). Por eso cuando escribo simplemente me lanzo a golpear las teclas como frenético, y luego voy viendo lo que va saliendo. No me fijo. Luego, cuando he terminado, me pongo a ver el kilómetro que me ha salido (como ahora) y digo: "¡Caramba, Dios mío!", e intento e intento borrar cosas... Pero no hay caso: me viene el síndrome de "todo lo veo importante" y no logro rebajar el texto en más de 5 %. Por eso quedan los testamentos que la gente tiene que soplarse.
 
Rosa C. me enseñó a mecanografiar hace más de diez años, y es una de las cosas que más agradezco de gozar en la vida (junto con ser totalmente apolítico y haber aprendido a decir siempre la verdad). Saber mecanografía me ha salvado la vida en varias ocasiones. ¿Cuántas veces no he terminado trabajos para la universidad allí mismo, en tiempo récord, con el plazo ya vencido? ¿Cuántas veces no he escrito cosas mejores porque las escribía de un solo tirón, sin poner trabas a la inspiración porque mis dedos seguían a mis ideas? ¿Cuántas veces no he podido hacer dos cosas a la vez porque mientras transcribía un texto iba prestando atención a otros asuntos? Sí, una gran cosa saber mecanografía.
 
Rosa C. me enseñó mecanografía, y yo nunca le agradecí. Al contrario: en el colegio odiaba ese curso. Escribir puras jotas y puras efes durante semanas no era lo que se dice lo más entretenido del mundo. Más bien, la escasez de trabajo intelectual al escribir efes y jotas nos daba tiempo a algunos amigos y a mí para pensar en otras actividades un poco más desafiantes y revolucionarias. Y así le hacíamos la vida imposible a la pobre Rosa. Ejem, sí, dije "hicimos"... Bueno, eran otros tiempos.  
 
La cosa es que salí del colegio y me olvidé del asunto. Y un par de años después, a medida que usaba teclado tras teclado en mis actividades, la mecanografía volvió solita a mis dedos... para no irse nunca más. Y el mundo cambió para siempre. Fue como tomarse la pastillita roja en vez de la azul, ¿vio?
 
Bueno, me fui. Rosa C. solo enseñó mecanografía un año más después de que yo saliera del colegio. Luego de eso se dedicó a hacer movilidad escolar. Ya conté que mis padres también se dedican a eso, y no solo trabajan en el mismo colegio sino que pertenecen a la misma asociación de conductores que ella. Ya ven que no es difícil imaginar que en la actualidad son amigos. Por ser de la asociación, con mucha frecuencia ellos y otra gente se agrupan para coordinar, planificar cosas y conversar de sus asuntos.
 
Un día decidí agradecerle por haberme enseñado esto que aprecio tanto. Y le hice llegar mi mensaje de agradecimiento con mis padres. Mi papá, que para estas cosas se pinta solo, se lo dijo públicamente un día en que tuvieron un desayuno de la asociación. Mi papá regresó ese día orgulloso, y hasta le temblaba la voz cuando me contaba que a Rosa C. se le escapó una lágrima. Sí, sí... fui la comidilla del asunto durante un tiempo por haber hecho llorar a mi profesora (hasta ahora mis lindas hermanitas se burlan del tema); pero no me importa: sirvió para rendirle a Rosa C. el homenaje que en mi corazón se merece.
 
La cosa no quedó ahí, sin embargo. Y es que un día no muy lejano de aquel hubo otra reunión de las movilidades, y esta vez ---no recuerdo a sazón de que... entenderán que no me aloco por asistir--- yo también fui. Y ahí vi a Rosa C., al alcance de la mano. ¿Debía acercarme? No terminaba de decidir si era buena idea darle personalmente mi mensaje o si bastaba con lo ya dicho. Ya ven, de tímido que es uno. Pero lo que me terminó de decidir fue ver que la jovencita tan guapa que estaba a su lado era su hija, je, je... ejem.
 
¿Dónde estaba? Ah, sí. Entonces me acerco y le agradezco por todo, le hago saber lo inmensamente útil que es lo que me ha enseñado, lo mucho que lo aprecio, le pido perdón por haberle hecho imposible un pedacito de la vida en aquella época... Rosa C. me recibe con un beso, y con una sonrisa en la mirada y en el corazón. Fue un momento bonito. Casi casi le menciono a su hija y le pido que me la presente... pero todo a su tiempo.
 
La cosa es que así estamos con Rosa C.: fue mi profesora, la aprecio mucho, me enseñó algo muy valioso y se lo agradecí. Una relación especial, ¿vio? Desde ahí creo que la he visto pocas veces. Pero nunca me imaginé cómo iba a ser la siguiente vez que la viese.
 
Y es que, en mi defensa, comenzaré diciendo que esta ha sido una semana pesada. Ya no recuerdo ni cómo empezó, pero sí que me he estado acostando muy tarde y levantándome muy temprano. Para colmo, vinieron unos amigos neerlandeses que tuve que pasear por la ciudad, a quienes debía recoger tempranísimo en su hotel y con quienes me desocupaba recién muy tarde en la noche. Así las cosas, cuando mis padres anunciaron que el próximo desayuno mensual de la asociación de movilidades iba a tener lugar en mi casa, y que TODOS (es una tremenda pena que no pueda reproducir aquí el amenazante tono de voz de mi mamá cuando lo decía), se anunció que todos, decía, debíamos ayudar en casa, tuve que explicar que mi participación en la súper limpieza iba a ocurrir solamente en las noches... en las noches muy noches.
 
Y llegó el jueves del desayuno. El día anterior había sido un día particularmente largo. Y terminé muy cansado. Neerlandeses, pasear por Lima, acompañarlos a tomar el bus para Pisco, luego ir a recoger un trabajo... Pesado día, pesado. Y luego en la noche llegar a casa a comer... y a terminar mi parte de la súper limpieza familiar. Creo que ya se hicieron la idea, ¿no? Me acosté a las dos de la mañana. Normalmente me acuesto a esa hora, es verdad, pero no extremadamente agotado, como aquel miércoles.
 
La cosa es que llega el jueves, decía. Había puesto el despertador a las 6:00 a. m. Había dejado una nota en la cocina (ya conté por aquí que mi familia es la familia de las notas): "Despiértenme a las 6:00: ¡como sea!". Pero nada funcionó. Este humilde posteador volvió a ver el mundo a las 8:30 de la mañana del día jueves, el día del famoso desayuno. Y lo primero que escuchó cuando bajó apuradísimo para darse un baño, no sea que lo fueran a encontrar las amigas de su mamá en pijama, fue la voz de Rosa C. en la cocina. Había decidido venir más temprano para ayudar a la dueña de casa antes de que llegaran los demás invitados. Bastante amable, ya ven.
 
Entonces ya me ven a mí, despeinado, legañoso, descuajeringado, medio barbón (ah, es que no les conté: ya me afeité), con mi toalla en una mano y mi jabón en la otra, asomando solo un ojo por detrás de la puerta de la cocina, espiando qué tanta chance tenía de pasar cerca de Rosa C. sin que me viera. Hmmm... poca, realmente poca. Las posibilidades de tenerla como suegra estaban a punto de irse al tacho de basura de un porrazo.
 
Cuando me di cuenta de que si trataba de evitar lo inevitable podía terminar empeorarando lo empeorable (en cualquier momento llegaban los demás invitados), decidí adoptar la estrategia del superado mental. Me acomodé bien el pantalón, me alisé un poquito el pelo y, con toda la confianza del mundo, puse cara de acabar de ganar el premio Nobel y me aparecí de lo más orondo en la cocina, cancherazo, como si fuera el rey paseando por sus dominios. ¡No, si solo me faltó meter la mano a la olla y picar algo, o rascarme debajo del ombligo, como Al Bundy!
 
Así, con mi actitud de "yo soy el superado de la casa" me vio Rosa C. Mi Dios, qué vergüenza. Claro, obviamente que no dejé que se notara... pero por dentro estaba que buscaba un huequito por donde la tierra me pudiese tragar ipsofactamente.
 
---¡Hooola, Kikeeee!
---Hola, ¿qué tal?
---Pero, hombre ---los brazos en jarra, haciendo ademán de reclamarme---: ¿qué horas son estas de levantarse?
 
"Uf, lo primero que recibo en la mañana: reclamos. Para variar...".
 
Claro, claro, no lo dije.
 
---Je, je... ---solté la risita de idiota: ¡vamos, no me digan que nunca la han soltado!
---¿Estas son horas de levantarse?
---Bueno, sí si te acuestas a la hora a la que yo me...
 
No me dejó terminar. Cambió su cara de regañona por una gran sonrisa, y me dio un abrazo tan cálido que hizo que la sangre me volviera a circular (se me había estancado todita en la cara), y que se fundió con esperanzas renacidas sobre mi futuro con su hija.
 
---No, hombre, te estoy bromeando...
---Ahh...
---...si yo, más bien, he venido a invadirte tu casa, ¿qué estarás pensando?
 
"Esteee...".
 
---Noooo, nada que ver ---repuse, rapidísima la sonrisa 436-1-A, la que uso para dar confianza.
 
Quise decir más, pero no me salió. Uno quiere decir más cosas en estos casos para hacer que el momento fluya, ¿vio? Pero entenderán que todavía en pijama, con el cabello revuelto y la barba a medio crecer, con la táctica del superado mal ensayada y frente a una entrañable ex profesora de colegio no es que uno se pueda poner muy creativo. Solo me salió más risita tonta. Hubo un beso y otra sonrisa, y apuré mi camino hacia el baño, a ver si ahí encontraba un agujero que me sacara de ahí rapidito. Había varios, pero felizmente que ya la vergüenza había pasado y no hubo necesidad de usarlos.
 
Fuera de bromas, qué lindo es agradecerle a una persona por el bien que has recibido de ella. Hay que saber hacerla, sin embargo: agradecer y pedir perdón son cada uno un arte, un arte lamentablemente algo olvidado hoy en día, pues no pocas veces cada uno agradece y pide perdón como le da la gana... y no siempre bien.
 
Bien hechos, qué beneficio le aportan al corazón actos como estos. Y no solo al corazón del que lo recibe; también al del que los realiza. Yo tuve el gustazo de poder darle las gracias a Rosa C. Y lo bien que se sintió.
 
Hace poco el evangelio del día fue precisamente el de la curación de los diez leprosos, aquel episodio en el cual solo uno de ellos regresa. Cristo lo alaba por regresar, por ser agradecido. No, si ya ven: hasta Dios reclama que le demos las gracias. Prueben.

jueves, 16 de noviembre de 2006

Casi atropello a una señora

Ahora que ya tengo su atención... Je, je..., no, si el título de este post está un poco fuerte, ¿verdad? Pero a ver, aclaremos algo: a pesar de que en casa hay dos autos (el de mi papá y el de mi mamá), por razones que no hay necesidad de mencionar ---ejem--- yo casi nunca los manejo. Bueno, salvo los domingos en que nadie quiere ir a buscar comida y me mandan a mí. Pero ese es otro tema. La cosa es que yo no suelo conducir, y mucho menos tengo auto. Pero así y todo, el otro día casi mato a una señora. Raro, ¿no?
 
En esa época solía salir del trabajo e ir a Virgen del Pilar para rezar un ratito y estar en misa. Un día de esos llego a un cruce y me quedo parado porque pasaban carros. Préstenle mucha atención a esto: paré porque pasaban carros. Ya explicaré más adelante. Estaba ahí parado, decía, cuando se detiene a mi lado una señora. Después de mirarla un rato ---y, de observador que es uno--- me puse a pensar que era probable que no fuera peruana. Tenía cabello castaño, piel blanca y ojos azules detrás de sus anteojos un tanto marrones. Eso no es común por aquí. La señora tampoco cruzaba la pista;(1) al contrario, parecía esperar algo, mirando sin descanso hacia un punto fijo. Me puse a pensar en qué tanto podría estar mirando hasta que lo descubrí: miraba el semáforo en rojo arriba de mí (de esos que cuelgan de un cable en la mitad de la avenida). "Ajá ---dije yo---. ¿Ya ves?: no es peruana". Y es que los peruanos no cruzamos la calle cuando el semáforo está en verde, sino cuando no vienen carros. Al peruano promedio le importa poco el color que marque semáforo. Él mira para adelante y no para arriba. Sé que en otros países no se cruza la calle si el semáforo no cambia a verde. Exostismos, exotismos.
 
Apenas un momento más tarde ya no venía ni un carro, pero la señora igual no cruzaba. "Ahí tienes ---decía yo---: extranjera". Por mi parte, un momento después pude haber cruzado, pero no lo hice. Me quedé pensando en que si la señora de repente se animaba a hablarme podía ser divertido practicar algún idioma... bueno, no seamos vanidosos: uno de los dos que sé (¡ah!, y algo de castellano también...: entonces tres). Efectivamente, un momento después la señora lo hizo: me habló. Y Sherlock Holmes sacós sus conclusiones: "Dicho y hecho ---pensé---: es extranjera". Pero lo confirmé no tanto por el acento o porque me hubiera hablado en otro idioma ---imposible, además, porque habló en perfectísimo castellano---, sino simplemente por eso: porque me habló. Es que los peruanos no hablamos con nadie. Un peruano que camina solo hará eso: caminará solo, andará solo, viajará solo y no hablará con nadie, salvo ---¡y eso que a veces!--- para decir "gracias" (porque eso sí, los que lo son, son muy amables, y no son pocos). Más de veinte años de terrorismo y una delincuencia algo acendrada nos han dejado eso: la gente es muy desconfiada, sobre todo en Lima, y sobre todo las mujeres mayores.

La cosa es que la señora me habló.
 
---El semáforo se demora.
 
"Confirmado ---pensé yo---: extranjerísima. Pero ¿de dónde es el acento?: ¡si no tiene!".
 
Entonces me hice el sonso (cosa fácil).
 
---¿Cómo? ---dije haciéndome el que no había escuchado. Bueno, era un poco verdad: no la había entendido bien.
---Que el semáforo, cómo se demora...
 
No lo dijo molesta, sino avergonzadita, creo, por un comentario así. La cosa es que, para alegría mía, así como para sacarla del embarazo y darle una buena noticia ---ya ven que a uno le gusta alegrar a la gente---, vi con gusto que el otro semáforo daba verde a los carros que avanzaban en nuestro sentido. Así es que anuncié triunfante mientras lo señalaba:
 
---Ya cambió. ---Feliz yo. Hasta sonreí. La buena acción del día.

Entonces vino lo bueno. Como para confirmar que era extranjera, la señora confió absolutamente en mí. Demasiado, diría yo, que no contaba con su movida. Me miró y miró su semáforo, el que estaba encima de mi cabeza, el que había estado mirando todo el rato, el que estaba a la derecha. Vio que estaba en rojo para los otros carros. Dedujo que el peatonal se habría puesto en verde para ella, y cruzó así nomás, sin cerciorarse de que efectivamente el otro lado se hubiera puesto en verde o ---lo que en el Perú es más importante aun--- que los carros se hubieran detenido realmente. Bueno, yo tampoco me fijé  que no vinieran carros antes de darle mi notición, es cierto. Repito que por aquí no importa el color del semáforo: importa que haya o no haya carros.
 
Y el semáforo cambió, es verdad... ¡pero había carros! Un carro no quiso parar, y más bien aprovechó el último segundo de luz ámbar para meter una súper acelerada y pasar con todo. Y la buena señora, mirándome o mirando el semáforo, es decir, mirando a la derecha, arriba, no miró a la izquierda, abajo. Y casi, casi...
 
Yo entonces pensé en milésimas de segundo: "U y e s t o s e p u s o f e o l e d i g o q u e s e d e t e n g a g r i t o l a a g a r r o p a r o r e l c a r r o c o m o S u p e r m á n a y D i o s a h o r a q u é s e h a c e e n e s t o s c a s o s y o"...
 
---¡Todavía no! ---le grité a media voz, interrumpiéndome a mí mismo con desprecio, no sea que la atropellaran mientras yo me hundía en mis reflexiones metafísicas.
 
Pero no me hizo caso.
 
"¡C a r a c a s l a s e ñ o r a n o s e d e t i e n e y a h o r a c o m o h a g o y t o d o p o r m i c u l p a s i l a a t r o p e l l a n p o r q u é n o m i r ó p o r q u é c r u z ó d e f r e n t e l a l o c a l a v a n a h a c e r k e t c h u p"...
 
---¡¡TODAVÍA NO!! ---ahora sí grité con más fuerza, como hombre (a veces me sale).
 
Ahora sí la señora volteó a mirarme y por fin se detuvo un poco, lo suficiente como para que el carro pasara... a escasos centímetros de su humanidad.
 
"¡Ufff!", me dije, y por fin la sangre me volvió a circular por el cuerpo, con un ligero mareo y todo. "Ahora ---pensé--- la señora me reprochará por idiota o me agradecerá por haberle salvado la vida". Y me quedé ahí esperando o una u otra cosa. Pero no ocurrió. No pasó ni lo uno ni lo otro. Más bien, la tranquila y linda señora acabó con todas mis dudas sobre su nacionalidad, pues en inconfundible reacción peruana, se molestó con el carro haciendo un gesto universal, como si el haberla atropellado de todos modos hubiera terminado siendo simplemente un fastidio, o como si el principal problema de todo esto hubiera sido que la hagan detenerse unos milisegundos en su inexorable marcha por la pista. Lo debí pensar mejor antes de salvarle la vida...

Fuera de bromas, la confianza que me tuvo la señora fue proverbial, aunque casi le cuesta la vida. Aun así, no deja de ser una gran virtud. Pero, por el otro lado,  conté con pena que mucha gente en mi país es desconfiada. En realidad, eso es lo horrible. Qué feo es vivir desconfiando de todo y de todos. Es vivir con temor, vivir en soledad, vivir en zozobra e inseguridad perpetuas.
 
John Le Carré, en El topo, pone más o menos en la mente de uno de sus personajes, un experto espía que recordaba sus años de entrenamiento, la siguiente frase: "Señor, por favor, ¿qué es supervivencia? Supervivencia, señor, es una infinita capacidad de sospecha. Esta era la primera lección, en el Parvulario. El viejo Thatch solía entonar esta definición todas las mañanas".(2) Infinita capacidad de sospecha para poder sobrevivir : ¿hasta ese punto de miedo del otro hemos llegado? He visto gente llorar de amargura cuando se da cuenta de sus dificultades para confiar en los demás. No, así no se puede vivir. Nadie me va a convencer de lo contrario ni de las bondades de vivir en la propia burbuja, olvidándose del resto. Qué lindo, más bien, es vivir en la verdad. Claro, eso no significa ser mongo y andar depositando la confianza en cualquiera. Hay que ser astutos somo serpientes. Pero como niños, ¿vio?
 
 
(1) En algunos lugares le llaman calzada.
(2) Le Carré, John. El topo. Trad. de Carlos Casas. Bogotá: La Oveja Negra, 1984, p. 243.

lunes, 6 de noviembre de 2006

Solo piche

El otro día hablé un poco de los carteles coquetos  que había visto por ahí. En realidad, como dice la canción, "la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida", y cuando uno cree que ya no encontrará nada más desafiante, termina siempre encontrando algo más desafiante. Pero mejor no nos adelantemos a lo que contaré, je, je...
 
Este humilde posteador viajó esta semana a Cerro de Pasco para coordinar ciertos asuntos de la Caja del Amor. Sí, tal como lo oyen: a Cerro de Pasco, a más de 4 300 metros de altura sobre el  nivel del mar, a 6 °C de temperatura. Entenderán que pasar repentinamente de cero metros sobre el nivel del mar (Lima) a 4 300 metros, y de 20 °C a 6 °C en algo de ocho horas es un poco salvaje. Cuando llegamos era algo de no creerlo: ¡parecía que hubieran dejado la puerta del refrigerador abierta! Las manos se le congelaban a uno ---igualito que las ideas--- y el aliento salía denso como humo de cigarro (y uno que no fuma...).
 
Afortunadamente, Dios es peruano, y cuando hizo nuestro país se acordó de hacer algo para contarrestar los efectos de la altura: la hoja de coca.
 
¡Pero momentito, momentito! Ya sé lo que están pensando: ¡o sea que Kike se metió un kete!  (así le llamamos nosotros por aquí a una dosis personal de pasta básica de cocaína). Pero nada que ver. Aclararé algo que les servirá a los pocos lectores de este coso para toda la vida: la pasta básica de cocaína es una cosa; la cocaína, otra; y la hoja de coca, ooootra cosa muy diferente. Si bien la hoja de coca es la materia prima para las dos primeras sustancias, es indudable que estas tienen muchas diferencias con la hoja de coca. Para producir PBC o la cocaína que se inhala hay que procesar la hoja y añadirle una serie de sustancias (como ácido sulfúrico y azufre). No extraña que por eso sean ilegales.
 
La hoja de coca al natural, en cambio, es una hierba legal en el Perú, y tiene muchas propiedades. Es un excelente digestivo, es energética y es estimulante (y si hablamos de estimulantes, hay que decir que es más sana que el café). Y para lo que nos compete aquí, es excelente para combatir el llamado "mal de altura", el síndrome que experimenta uno cuando repentinamente pasa a una elevada altitud al nivel del mar. En el Perú a esto se le llama soroche, y este humilde posteador experimentó sus bravos efectos el día que visitó Cerro de Pasco. Casi casi como un examen de Matemáticas.
 
La cosa fue así: este humilde posteador llega a Cerro de Pasco a las seis de la mañana, muerto de frío, temblando y viendo pasmado cómo su aliento se congelaba cada vez que decía en voz alta "¡Rayos, qué frio!".  Pensó, entonces, en qué hacer para que se le pasaran las repentinas náuseas y el terrible dolor de cabeza que sintió así de golpe. Aún no acababa de recobrarse de la impresión de ver a la azafata del bus que lo transportó, tan cómoda apenas con una sencilla blusa y un chalequito ---cuando él traía camiseta, camisa, chompa (jersey) y casaca (americana), todo encima de todo y al mismo tiempo... ¡ah, y el gorro de lana que se compró!--- cuando fue sorprendido por el tremendo frío que hacía. Y entonces, lo vio: un restaurante que ofrecía un desayuno "completo" (sic), a tan solo tres pasos de la salida del terminal de buses. Lo recomiendo: el restaurante Santa Ana.
 
No dudamos ni un segundo. M. ---el otro miembro del equipo que viajó conmigo (a quien ya presenté por aquí)--- y yo fuimos a parar directamente a una mesita del restaurante, y casi atragantándonos con nuestras palabras pedimos lo que todo nuestro cuerpo nos reclamaba: "¡Dos mates de coca, por favor!".
 
¡Ahhh...! ¡Qué cosa más buena! Media hora más tarde éramos los hombres más felices del mundo. La altura nos daba risa. El frío era soportable. Las náuseas comenzaban a desaparecer. Y la aventura recién comenzaba. Qué ternura de Dios inventar algo para que la altura no le afecte a uno: la bendita hoja de coca. Ya quisiéramos que curara también otro tipo de dolores...
 
M. y yo planeamos un poco el programa del día. Intercambiamos chistes y celebramos algunos goles de la Champions League (es que en el sitio había televisor...). Y luego pagamos y emprendíamos ya la retirada cuando... lo vimos: en la entrada de la fonda, al costado de una de las mesas, una coqueta puerta malhecha, descuajeringada y mal cerrada anunciaba lo que había detrás de ella: "Baño". Pero debajo el dueño había escrito, con mala letra, una importante advertencia, que fue lo que nos hizo reír hasta el día de hoy que lo recordamos. El cartel completo decía:
 
Baño malogrado: solo para piche
 
¡Y les juro que lo de "piche" es literal!(1)
 
Fuera de bromas, sí que fue una buena cosa viajar a Cerro de Pasco para afinar cosas sobre nuestra campaña. Gracias a Dios, las coordinaciones van viento en popa. Pero aún nos faltan muchas cajas por conseguir para todas esas doscientas familias que queremos ayudar.
 
Contamos con el apoyo de todos aquellos que quieran sumarse para llevar algo de alegría y ayuda a Cerro de Pasco esta Navidad. Pero, sobre todo, el auténtico mensaje de esta fiesta: la alegría por el nacimiento del Salvador del mundo.
 
Quien quiera participar es bienvenido, y sabe que debe contactarse conmigo a este correo.
 
Ampliaremos. Veremos si podemos colgar alguna que otra fotito.
 
 
(1) En el Perú, pichi  es una palabra informal e infantil para designar a la orina. De hecho, es la palabra favorita con la que las mamás les enseñan a sus hijos pequeños a orinar. Por otra parte, en el castellano andino ---el castellano hablado en Cerro de Pasco--- existe la tendencia a realizar el fonema /e/ como /i/, de modo que palabras como carne  o tarde  se convierten en /'kar'-ni/ y /'tar-di/. De ahí la confusión en la grafía de la persona que escribió el cartel en cuestión, quien sin duda quiso decir pichi.