Exactamente un día como hoy, hace cien años, nacía en Parma (Italia), uno de mis maestros, uno de los inspiradores no solo de este blog sino ---según descubriría más tarde--- de mi vida: Giovanni Guareschi.
Es poco lo que puedo decir de este grande. Como normalmente me sucede, es casi nada lo que alcanza a salírseme de la garganta y del corazón cuando intento hablar de gente muy querida para mí; muy querida y muy grande. Y Guareschi lo fue: grande.
Grande por su talla moral; grande por su gran fe; grande porque se atrevió a decir en voz alta lo que nadie quería decir; grande porque aun a riesgo de cárcel o de venganzas habló claro y firme a favor de la verdad, denunciando a los verdaderos vendedores de opio para pueblos. Y lo hizo de tal modo y tan bien, que consiguió milagros tan grandes como decidir (de algún modo) el destino de unas elecciones generales y la creación de un personaje literario tan grande pero tan grande que aún hoy muchos creen que es de carne y hueso: Don Camilo. Yo no sé si sea de carne y hueso o no (a estas alturas, ni yo mismo lo sé); solo sé que si se puede canonizar a un personaje literario, yo presentaré causa por Don Camilo.
En fin, que celebrando el centenario de este grande, de Guareschi, aquí les regalo una de sus historias, tomada de un libro muy personal y a la vez muy guareschiano: Relatos familiares. Cosa curiosa: desde que por primera vez en mi vida leí un libro de Guareschi, me sentí irremediablemente ligado a su autor; pero solo cuando leí por segunda vez estos Relatos, comprendí cuántas similitudes tiene su vida con la mía. Ya quisiera yo llegarle a los talones en calidad literaria a este monstruo, que por lo pronto soy solo un poquito de cera derretida a los pies del zapato de Don Camilo y a los pies de aquel famoso "Cristo del altar".
Fuera de Bromas se enorgullece de presentarles a este grande, los invita a conocerlo más, y eleva hoy una plegaria especial por él y por este humilde posteador: que algún día pueda darle un abrazo a este submaestro suyo en el Cielo y agradecerle todas las delicias que solo él y Dios saben que me han hecho pasar. Que así sea.
¿Qué dicen? ¿Que por qué submaestro? Es que el único Maestro es Otro. Salud.
Un día ocurrió que la chaqueta que solía ponerme dio muestras de que hasta las mejores chaquetas tienen su talón de Aquiles en los codos; así que saqué del armario la chaqueta marrón de fustán y me di cuenta de que, bajo la solapa, alguien había colgado un pequeño disco de papel verde.
La cosa no me preocupó demasiado, y ni siquiera me alarmé al encontrar dentro de un zapato otro disco igual de papel verde.
Cuando encontré el acostumbrado disquillo de papel verde adherido a uno de los lados de la máquina de escribir, la cosa empezó a picarme la curiosidad.
Encontré el mismo círculo de papel verde pegado bajo una de las sillas de mi despacho; pero, al examinar otra de las sillas, descubrí que el disco que tenía aquella era de papel rojo.
Mientras ojeaba el Nuovissimo Melzi di con un nuevo disquito de papel verde en el primer volumen (parte lingüística) y con otro de papel rojo pegado en la portada del segundo volumen (parte científica); a su vez, Margherita halló bajo la tapa de la cocina de gas dos de aquellos diminutos discos, uno junto al otro: rojo y verde.
Más tarde Margherita encontró discos rojos pegados a la funda de sus vestidos; y yo fui encontrándolos verdes por todas partes; hasta que pronto no hubo en nuestra casa un objeto que no apareciera señalado con su disco rojo o verde o con los dos a la vez, uno de cada color.
Hasta que, al abrir mi billetera, encontré un disco rojo en la tarjeta de identidad y uno verde en el permiso de conducir y en la licencia de armas, y dos disquitos, rojo y verde, estaban adheridos al único billete de diez mil liras que había en el billetero.
Saqué del bolsillo un pañuelo para secarme la frente bañada en sudor; también tenía su disquito verde pegado en un ángulo.
Era cosa de brujería.
---Me parece estar viviendo una novela policiaca ---dijo Margherita un día. Y acto seguido abrió mucho los ojos, porque acababa de descubrir un disco rojo en el molinillo que tenía entre las manos.
Según Margherita, se trataba de que nos perseguía alguna sociedad criminal y secreta, con fines políticos. Un día descubriríamos el significado de las amenazadoras advertencias en rojo y verde, pero entonces sería ya demasiado tarde.
Por mi parte, tenía mi propia teoría sobre el asunto y no me impresioné. Tengo larga experiencia, en asuntos misteriosos, porque soy autor de unos treinta guiones de procesos radiofónicos, todos ellos asuntos intrincadísimos, con problemas psicológicos y cosas por el estilo. Por tanto, me metí en el sendero de guerra: una noche me levanté de improviso y, andando de puntillas, llegué como un fantasma a mi despacho. Y como la luz estaba encendida, descubrí a la sociedad secreta con las manos en la masa. La sociedad no estaba completa, pues solo se hallaba allí la mitad de sus componentes; y esa mitad estaba pegando un disquito rojo en la cubierta de mi caja de compases.
La Pasionaria no se asustó; simplemente, me hizo una seña para que estuviera callado.
---Había un sello verde ---me explicó con gran circunspección---. Lo he quitado y he puesto uno rojo: así el lápiz con la pata de alfiler será para mí.
Para el autor de treinta guiones de procesos radiofónicos con jurado popular y con aquello de "Resoldor-que-se-disuelve-deliciosamente-en-la-boca" no era demasiado difícil poner en claro el asunto: Albertino y la Pasionaria habían decidido repartirse la herencia. Albertino pegaba un disquito verde en las cosas que le correspondía[n] y la Pasionaria un[o] rojo en los objetos que le habían tocado en el reparto. Ahora la Pasionaria trabajaba por su cuenta, y con fraude y trampa se quedaba con el compás que precedentemente, y de común acuerdo, había sido asignado a Albertino.
Miré severamente a la Pasionaria; desde lo alto de mis cuarenta años, sus cinco añitos parecían aún más pequeños y más nefandos.
Le endosé un largo y sentido discurso y, al fin, la Pasionaria, confusa, bajó la cabeza.
Después, con la mayor sencillez, se acercó a la mesa y revolvió un poco en ella; inmediatamente, se encaramó a una silla y me estampó en medio de la frente un disquito rojo.
Cosa suya.
Ya no supe qué decir; me volví a la cama con el círculo rojo orgullosamente pegado sobre la frente de mi cadáver.
Giovanni Guareschi. Relatos familiares. Trad. de Francisco Alcántara.
Barcelona: Ediciones G. P., 1967, pp. 8-10.
Fuera de bromas, queridos amigos, qué grande Guareschi. Fuera de bromas, también, qué grande que es la familia.