(Aquí, a pedío del público ---en realidad, simplemente porque me da la gana---, les cuento una anécdota más de mi viaje a los Yunaites, que les había prometido).
Chica guapa, ciudad maravillosa, película prometedora: el escenario estaba pintado para una velada agradable y llena de futuros recuerdos. ¿Cómo? ¿Qué dicen? Ah, no. No, no y no. ¡Esta vez sí que no lo voy a permitir! Después de la revolución que casi me arman con la publicación de un inocente post sobre una chica, y la nota recontraaclaratoria que me tuve que publicar, esta vez no me la van a armar de nuevo por aquí. ¡Jo! ¿Será posible que cada vez que uno habla de una chica ya le inventan una telenovela?
Pero está bien, calmémonos. Aún no ha pasado nada, así que estamos a tiempo de evitar catástrofes. Aclararé: la chica de la que hablaré no es nada más que una amiga que tengo en Nueva York. Una buena amiga, además. ¿Podré contarles que es guapa y agradable sin que me inventen una historia con ella? Oh, muchas gracias, son ustedes muy amables. Les sigo contando entonces.
Uno de los días en que estuve por allá, nos pusimos de acuerdo para salir a dar una vuelta. La idea era visitar la bellísima catedral de San Patricio, confesarnos y escuchar misa, y luego llevarla a probar comida peruana. Una lástima que no encontramos el sabor 100 % peruano que yo buscaba, pero en fin.
Luego de la comida decidimos ir al cine. Yo tenía unas ganas locas de ver Live Free or Die Hard, esa que anunciaban como la cuarta parte de la famosa Die Hard, ya saben, con Bruce Willis. Llegamos al cine y compramos las entradas. Pero como era aún muy temprano, decidimos matar el tiempo en algún barcito. Así que salimos a procurarnos uno.
Aquello fue un jueves. El martes había habido una tormenta muy fuerte, tanto, que provocó la ruptura de una tubería del metro de NYC, con una subsecuente explosión que hizo pensar a todos en un nuevo atentado. Gracias a Dios no fue así. De seguro se enteraron del asunto en esos días. (Como anécdota les contaré que aquel día, casi casi a la misma hora de la explosión, iba a encontrarme con un amigo en la estación del metro que quedaba justo antes de aquella. Curiosamente, unas horas antes mi amigo me llamó para postergar nuestro encuentro para otro día. Cosas del Orinoco... o Del de Arriba).
Luego de la tormenta, el clima demoró en regularizarse. Había que salir con paraguas en aquellos días: en cualquier momento podía llover. En mi caso, como casi siempre me ocurre cada vez que viajo, cuando llevo el paraguas, no llueve; cuando lo dejo en casa, sí que llueve.
Pero esta vez ocurrió lo contrario. A pesar de que me estorbaba una barbaridad (en Lima no lo usamos nunca), decidí salir con paraguas. La que decidió salir sin él fue mi amiga, y no tanto porque estuviera convencida de que no llovería, sino porque no lo encontraba. (Ejem... es mi amiga y le tengo cariño, pero si hemos de ser francos, deberé decir que se viene entrenando desde hace años para ganar el concurso mundial de distraídos, je, je... Y, bueno, ¿cómo decirlo?: digamos que no es mala idea apostar a que ganará).
En fin, salió de casa sin paraguas, o sea, se la jugó.
Entonces volvemos al comienzo: chica guapa, ciudad maravillosa, película prometedora: el escenario estaba pintado para una velada agradable. Y entonces, mientras buscábamos un barcito interesante cerca del cine, comenzó a llover. No fue, claro, una súper lluvia. Fue algo moderado, o quizá leve. Sin embargo, más fuerte que cualquier lluvia limeña (bueno, cualquier cosa es más fuerte que una lluvia limeña).
Un chico y una chica, lluvia y un solo paraguas... y el paraguas, para colmo, lo lleva el caballero. ¿Ya se imaginan entonces? Romántico, ¿no? ¡Ja, ja, ja! Dejemos eso a un lado. Yo solo vi en ello una ocasión para ser galante y servicial con mi amiga. Rápidamente abrí el paraguas y lo puse en medio, tratando de cubrirnos a ambos.
Deberé decir, sin embargo, que lo mío no era un paraguas; era una sombrilla. ¿Que cuál es la diferencia? Las sombrillas son más pequeñas. Así que no había caso: no estábamos del todo cubiertos los dos.
Decidí, entonces, tirar el paraguas un poco más para el lado de mi amiga que para el mío. Un caballerazo, ¿vio? Muy galante yo, decidí que no me importaban ni la lluvia ni el agua, y me sacrifiqué con hidalguía para que mi amiga estuviera bien resguardada.
Tiré un poquito el paraguas para su lado y, listo, me dije: ya está.
Así caminamos unos metros, feliz y satisfecho yo de que mi galantería pudiera protegerla. Tal vez me ganaría una exclamación sorprendida de su parte. A fin de cuentas, ya no quedamos muchos caballeros en el mundo. Ejem...
Pero las imágenes de Kike caballeroso, de Kike sacándose la chaqueta para que una damisela pise y no se moje con el charco de la vereda, de Kike subiendo a un podio a recibir su medalla a la galantería se rompieron como espejo de bruja cuando entramos al bar. Y es que, como para completar mi actuación, dejé pasar primero a mi amiga mientras le abría la puerta (en realidad, siempre lo hago). Y cuando pasó por mi lado, pude verla de cerca... y casi me muero de la vergüenza: ¡todo el lado izquierdo de su cuerpo estaba empapado! ¡Ay, Dios, hasta ahora me pongo rojo de solo recordarlo! Como había ido con una camiseta sin mangas, era aun más doloroso ver todo su brazo desnudo chorreando agua. ¡Ay, ay, ay!
Lo que es yo, me hice el loco, y cuando vino la mesera le pedí discretamente que me trajera una jarra de ese trago que se llama "engúlleme, tierra".
Fuera de bromas, tal vez que la pose del galanazo no me haya salido del todo bien haya sido para que aprendiera a no ensoberbecerme, ¿verdad? Hacer las cosas sin esperar nada a cambio: yo creo que ahí tenemos una buena clave de discernimiento para la rectitud de nuestras obras. Bien ahí.