Por eso, y desde ahí, sé la fecha.
Ocurrió un 18 de diciembre. Fue un día de perros: empezó con una mañana de perros, siguió con una tarde de perros y todo parecía indicar que culminaría con una noche de perros. Todo hombre tiene un límite, y los que me conocen saben que lamentablemente el mío es muy bajito... una nadita... una ñizquita. A la FI le he prometido cambiar esa vaina, así que en esas andamos.
Pero ese 18 de diciembre yo todavía no conocía a FI. Si existíamos el uno para el otro, era apenas en una ruma de carpetas archivadas en la tarima de «Pendientes» de Dios. Y cada uno hacía su vida.
Yo la mía seguramente no la estaba haciendo tan bien, porque entre las cien cosas por hacer, las cien que ya había hecho y las cincuenta que debía volver a hacer porque había hecho mal; entre la gente que llamaba para preguntarme cosas, la que llamaba para quejarse, la que llamaba para importunar o para cualquier otra cosa, despachaba bilis a derecha e izquierda. Y lo que quedaba del día parecía prometer más.
Entonces suena el celular... una vez más. Interrumpí la atención que le prestaba a una persona para contestar.
---¡¡ALÓ!!
En mi país se suele responder el teléfono con ese «Aló» pero con tonito de pregunta, como invitando al otro a tener confianza y lanzar lo que necesite sin remilgos. Pero ese día yo no lo tonitopregunté; lo ladré.
---¡Aló! ---ladré de nuevo. Me incomodaba que al otro lado de la línea nadie dijera nada. ¿Un bromista? En seguida vería lo que es bueno.
---¿Aló? ¿Hijito?
Nadie se equivoque: quiero mucho a mi madre. Pero ese día no era el ideal para una llamada, ¿vio? En serio tenía mil cosas que hacer y atender, y me estaba poniendo muy nervioso.
---Sí, mamá, hola.
---¿Aló?
---Sí, mamá, hola.
---¿Aló?
Renegón, asadazo, caliente son palabras que se usan en mi país para describir grados cualitativamente diversos de furia. Y si hay algo que me hace renegar más, me asa más o me calienta más que una mañana de perros con su tarde de perros y su promesa de noche de perros, es una mañana de perros con su tarde de perros y su promesa de noche de perros con llamadas al celular llenas de interferencias telefónicas.
---¿Mamá? ¿Me escuchas?
---¿Aló?
---¿Mamá?
---Hola, hijito, ¿me escuchas?
Sí la escuchaba, pero ella no a mí. Decidí colgar.
---Mamá, ¿sabes qué?, no te escucho bien. Estoy bien ocupado, mejor hablamos en la casa, ¿ya? Chao...
---Ya, hijito, ahora sí te escucho. ¿Me decías?
Genial, ahora a empezar todo de nuevo.
---Sí, mamá, mira, te decía que mejor hablamos...
---Ya, hijito, estás ocupado. No, no quería interrumpirte. Solo llamaba para saludarte y desearte feliz día.
¡¿Para eso me llamaba?!
---¡¿Para eso me llamabas?!
---Sí, hijito, nada más: feliz día: ¡feliz aniversario!
Entonces sentí ese frío por el espinazo... sí, aquel... lo han sentido, ¿no?
---¿Aniversario?
---Sí, hijo, feliz aniversario.
Los perros de mi día dejaron de ladrar; las nubes dejaron de oscurecerse y todo se quedó en suspenso un segundo. ¿Aniversario de qué? Mi cumpleaños ya había pasado en setiembre; mi boda todavía no se había realizado porque no había con quién y el aniversario de matrimonio de mis padres era recién al día siguiente (y en ese caso, era a mí a quien le tocaba llamar para felicitar).
---¿Aniversario de qué, mamá? ---dije en un nuevo arranque de falta de paciencia. No vaya a ser una excentricidad de mi mamá que se le ocurrió quizá llamar por cualquier...
---Es que un día como hoy te bautizamos.
¿Han visto un iceberg? Seguro que sí. ¿Alguna vez se han sentido como uno? Seguro que también. Pero ¿cómo un iceberg humillado?
---...
---Sí, hijito, hace mrsssmrss años que te bautizamos, tu papá y yo. Un día como hoy naciste para el Cielo. Feliz día.
Yo creo que existen los ángeles de la guarda, y no por teología o porque lo haya leído en un libro, sino porque ese día fue el mío el que me retuvo de no tirarme por un acantilado e incluso le alcanzó a decir «Gracias» a mi mamá en vez de mí, porque la voz se me había hecho un nudo en la garganta.
Fuera de bromas, bendito sea el día del nacimiento para el Cielo, el día en que, como dice mi amigo, pasamos de ser mendigos a ser príncipes. Claro, nunca faltamos los que lo estropeamos con nuestra soberbia y ombliguez, los que nos creemos que somos el centro del universo y no Dios, al punto que nuestras cuatro cosas que hacer por día nos tapan la vista de la eternidad, y nos devuelven ---heridos--- de príncipes en mendigos. Bendito sea Dios que nos tira el salvavidas para recordar la verdad.