jueves, 17 de diciembre de 2009

Mi segundo intento de homicidio

(Porque ya tuve uno antes, eh).
 
---¡Sí, claro, Diego! ¡Dale nomás!---dije con un tono de voz como para que se me escuchara hasta Camerún, y con una sonrisa que apunté al sol para que se luzca y me brille el diente y todo. 
 
Es que, ¿cómo iba a decir otra cosa? Se llamaba F. (no confundir con FI... ejem, REPITO: NO CONFUNDIR), y me estaba mirando directamente cuando Dieguito terminó de subir el último peldaño de las escaleras y se dirigió a mí.
 
Aquel paseo ---hace más de diez años ya--- fue a Chaclacayo,  en las afueras de Lima, un distrito a medio camino entre rural y urbano, con clubes y paseos turísticos para descansar y comer rico: comida tradicional, caballitos, piscina, aire libre y todo lo demás. F. había venido con nosotros y los otros cuchucientos invitados de la parroquia, y si ahora no recuerdo exactamente cuántos éramos es porque no me interesaba: en esa época solo me interesaba F. y que hubiera venido con nosotros; lo demás era lastre, relleno, decorado; los demás eran extras, digamos, de una superproducción en la que los protagonistas... Y, bueno, creo que se entiende, ¿no? Todos los demás eran extras ese día, incluso Dieguito, por más cariño que le tuviera y que él me tuviera a mí. Porque me tenía cariño, eh. Yo era como que su amigo favorito por aquellos tiempos.
 
Por eso digo que hasta Dieguito era extra ese día, y no me importaba.
 
Hasta que se subió al tobogán.

El tobogán de la piscina no era como Dios manda. Al contrario, era familiar e inofensivo, digno de un club pequeño: ni muy alto ni muy empinado, apenas lo suficiente como para que alguien caiga sin que se ahogue. Pero cuando se tiene 7 años, se mide un metro y no se sabe nadar, puede ser mortal. Y Dieguito
tenía 7 años, medía un metro y no sabía nadar. 
 
Así que Dieguito era el candidato perfecto para la muerte, pero no tenía miedo. ¿Y saben por qué? Porque se subió sin pensar en otra cosa que en la diversión y la felicidad que veía en nosotors al hacer aquello de dejarse caer por el tobogán. No le importó que la piscina fuera para adultos, que tuviera dos metros de profundidad y que todos los demás niños estuvieran en la otra; él quería estar con nosotros, divertirse y ser feliz como le habían prometido al invitarlo. Así que sin más trámite subió los peldaños con una gran sonrisa y mucha determinación.

¿Una bestia Dieguito? No. Porque los niños a veces son irresponsables, pero nunca idiotas. Arriba de la escalera, mirando el horizonte y la sonrisa de todos allá abajo, con toda la autoridad de sus siete añitos me lanzó una mirada de fuego y me preguntó a quemarropa: «Kike, ¿me agarras?». Era todo lo que necesitaba para lanzarse a la aventura que lo superaba: la seguridad de que alguien lo iba a agarrar.
 
Ya se ve por dónde va la cosa, ¿cierto?
 
Yo entonces me mojé el cabello, puse los brazos en jarra y estiré una pierna, y tras asegurarme bien con el rabillo del ojo de que F. me miraba, apunté mi mejor sonrisa al sol para completar la paradita de Superman ---con brillo de diente y todo---, y respondí:
 
---¡Sí, claro, Diego! ¡Dale nomás!
 
Y no necesitó más.
 
Nunca se debería necesitar más que eso. «¿Tú me sostienes?, entonces yo me lanzo».
 
Y punto.
 
Y listo.
 
Y, ¡zas!, se lanzó Dieguito.
 
Y, ¡zas!, casi se ahogó Dieguito.
 
Porque yo, más que atenderlo a Dieguito, me quedé concentrado en la paradita de Superman, fijándome ya no con el rabillo del ojo si F. me miraba, sino volteando a verla con total descaro ---y con la sonrisa amplificada para que me brillara más el diente--- para ver si estaba atenta a mi obra de varonil hombría, de salvavidas canchero, de amigo de los niños y futuro buen padre, y de...y de... Y mientras lo hacía Dieguito volvió a ser extra. 
 
Por un momento pensé que mi sonrisa funcionaba, porque la vi reaccionar con los colores que se le subieron al rostro. «¡Bien ahí ---me dije---, avanzamos!» Pero cuando poco a poco vi que ese mismo rostro se desfiguraba, alcancé a vislumbrar por qué se le habían subido. Y cuando vi que comenzó a gritar ya no mirándome a mí sino a algún punto indeterminado bajo el agua, entendí todo:
 
---¡Sácalo, idiota! ¡Sácalo! ¡Se va a ahogar Dieguito!
 
La paradita de Superman se transformó en la de Ungenio González tratando de encontrar a un niño a medio ahogar debajo del agua. Metí mis manos como pude y por donde sea, a ver qué pescaba, mientras rogaba a Dios con todas mis fuerzas que Dieguito no se muriera. Pronto topé con algo bajo el agua; cerré mis manos alrededor de eso y jalé con todas mis fuerzas. Era Dieguito, que escupía agua y trataba de jalar todo el aire del mundo a sus pulmones. Lo levanté como pude y lo saqué de la piscina llevándolo sobre mí y esperando que su respiración agitada y tusígena se estabilizara. Y se debió de estabilizar muy bien, porque un segundo después ---con un alivio enorme--- lo oí a gritarme con todas sus fuerzas:
 
---¡¡Eres un imbécil!!
 
¿Hace falta decir que ni cuando salí de la piscina ---ni nunca más--- me atreví a volver a mirar a F.?
 
Fuera de bromas, Dieguito nunca había leído Mt 14, 22-33: no necesitaba hacerlo como nosotros los grandes: él es un niño y lo tiene incorporado. Somos nosotros quienes lo olvidamos y necesitamos catequesis, charlas y demás sandeces que podríamos evitar con simplemente ser más hombrecitos... como los niños.

jueves, 3 de diciembre de 2009

De príncipe a mendigo

Esta historia la recordé porque un amigo me la hizo recordar. Lo raro es que, uno, él no sabe que me la hizo recordar y, dos, aunque no lo sabe, sí tenía intención de hacérmelo recordar.
 
Ya, mucho floro.
 
Cuando ocurrió, ocurrió in illo tempore, o sea, en un tiempo remoto que vaya Dios a saber cuándo. Pero como fue lo que fue, ya nunca lo olvidé. Oséase: si hubiera sido otra cosa, ahora lo estaría contando como «Cierto día...», pero como fue precisamente esa  cosa, se quedó grabado en mi mente para siempre.
 
Por eso, y desde ahí, sé la fecha.
 
Ocurrió un 18 de diciembre. Fue un día de perros: empezó con una mañana de perros, siguió con una tarde de perros y todo parecía indicar que culminaría con una noche de perros. Todo hombre tiene un límite, y los que me conocen saben que lamentablemente el mío es muy bajito... una nadita... una ñizquita. A la FI le he prometido cambiar esa vaina, así que en esas andamos.
 
Pero ese 18 de diciembre yo todavía no conocía a FI. Si existíamos el uno para el otro, era apenas en una ruma de carpetas archivadas en la tarima de «Pendientes» de Dios. Y cada uno hacía su vida.
 
Yo la mía seguramente no la estaba haciendo tan bien, porque entre las cien cosas por hacer, las cien que ya había hecho y las cincuenta que debía volver a hacer porque había hecho mal; entre la gente que llamaba para preguntarme cosas, la que llamaba para quejarse, la que llamaba para importunar o para cualquier otra cosa, despachaba bilis a derecha e izquierda. Y lo que quedaba del día parecía prometer más.
 
Entonces suena el celular... una vez más. Interrumpí la atención que le prestaba a una persona para contestar.
 
---¡¡ALÓ!!
 
En mi país se suele responder el teléfono con ese «Aló» pero con tonito de pregunta, como invitando al otro a tener confianza y lanzar lo que necesite sin remilgos. Pero ese día yo no lo tonitopregunté; lo ladré.
 
---¡Aló! ---ladré de nuevo. Me incomodaba que al otro lado de la línea nadie dijera nada. ¿Un bromista? En seguida vería lo que es bueno.
---¿Aló? ¿Hijito?
 
Era mi mamá.
 
Nadie se equivoque: quiero mucho a mi madre. Pero ese día no era el ideal para una llamada, ¿vio? En serio tenía mil cosas que hacer y atender, y me estaba poniendo muy nervioso.
 
---Sí, mamá, hola.
---¿Aló?
---Sí, mamá, hola.
---¿Aló?
 
Renegón, asadazo, caliente  son palabras que se usan en mi país para describir grados cualitativamente diversos de furia. Y si hay algo que me hace renegar más, me asa más o me calienta más que una mañana de perros con su tarde de perros y su promesa de noche de perros, es una mañana de perros con su tarde de perros y su promesa de noche de perros con llamadas al celular llenas de interferencias telefónicas.
 
---¿Mamá? ¿Me escuchas?
---¿Aló?
---¿Mamá?
---Hola, hijito, ¿me escuchas?
 
Sí la escuchaba, pero ella no a mí. Decidí colgar.
 
---Mamá, ¿sabes qué?, no te escucho bien. Estoy bien ocupado, mejor hablamos en la casa, ¿ya? Chao...
---Ya, hijito, ahora sí te escucho. ¿Me decías?
 
Genial, ahora a empezar todo de nuevo.
 
---Sí, mamá, mira, te decía que mejor hablamos...
---Ya, hijito, estás ocupado. No, no quería interrumpirte. Solo llamaba para saludarte y desearte feliz día.
 
¡¿Para eso me llamaba?!
 
---¡¿Para eso me llamabas?!
---Sí, hijito, nada más: feliz día: ¡feliz aniversario!
 
Entonces sentí ese frío por el espinazo... sí, aquel... lo han sentido, ¿no?
 
---¿Aniversario?
---Sí, hijo, feliz aniversario.
 
Los perros de mi día dejaron de ladrar; las nubes dejaron de oscurecerse y todo se quedó en suspenso un segundo. ¿Aniversario de qué? Mi cumpleaños ya había pasado en setiembre; mi boda todavía no se había realizado porque no había con quién y el aniversario de matrimonio de mis padres era recién al día siguiente (y en ese caso, era a mí a quien le tocaba llamar para felicitar).
 
---¿Aniversario de qué, mamá? ---dije en un nuevo arranque de falta de paciencia. No vaya a ser una excentricidad de mi mamá que se le ocurrió quizá llamar por cualquier...
---Es que un día como hoy te bautizamos.
 
¿Han visto un iceberg? Seguro que sí. ¿Alguna vez se han sentido como uno? Seguro que también. Pero ¿cómo un iceberg humillado?
 
---...
---Sí, hijito, hace mrsssmrss años que te bautizamos, tu papá y yo. Un día como hoy naciste para el Cielo. Feliz día.
 
Yo creo que existen los ángeles de la guarda, y no por teología o porque lo haya leído en un libro, sino porque ese día fue el mío el que me retuvo de no tirarme por un acantilado e incluso le alcanzó a decir «Gracias» a mi mamá en vez de mí, porque la voz se me había hecho un nudo en la garganta.
 
Fuera de bromas, bendito sea el día del nacimiento para el Cielo, el día en que, como dice mi amigo, pasamos de ser mendigos a ser príncipes. Claro, nunca faltamos los que lo estropeamos con nuestra soberbia y ombliguez, los que nos creemos que somos el centro del universo y no Dios, al punto que nuestras cuatro cosas que hacer por día nos tapan la vista de la eternidad, y nos devuelven ---heridos--- de príncipes en mendigos. Bendito sea Dios que nos tira el salvavidas para recordar la verdad.

lunes, 16 de noviembre de 2009

De una villa a un pincel

Esta noticia tiene atraso. Tiene nueve meses de atraso.

No, la damita de la trastienda no está embarazada. No me refiero a ese tipo de atraso ni tampoco por eso es lo de los nueve meses.

Malpensados.

Hace nueve meses que he mudado. Ahora vivo aquí.


Pasé de una Tres Veces Coronada Villa a una novia hecha pincel; pasé del centro al sur, de la plana y desértica costa y aquellos "arenales candentes y extraños" a la pampa ubérrima, el nevado imponente y el frío de machos; pasé de las garúas irrisorias a las lluvias dendeveras y los ríos profundos; del gris panza de burro del cielo limeño al sol eterno de la Ciudad Blanca.

Desde marzo de este año me mudé por aquí, al pie del volcán, para trabajar en lo mismo de siempre pero con otros aires. Y conmigo se mudaron mis esperanzas, mis sueños, mis alegrías, dones y talentos, amén de mis carencias, mis nostalgias, la falta que me hacen mi familia y mis amigos, y mis muchos defectos. Pero como conmigo siempre se muda el Cristo del altar de Don Camilo, tonces no me preocupo nada y tiro pa'lante, eso sí, con toda la fuerza de mi cuello para jalar el yugo.

Ah, porque hay otra noticia, con mucho atraso también: dentro de pronto no llevaré el yugo solo. El yugo de este flaco se transformará en yugo para yunta. Porque el otro día encontré a la damita de la trastienda con la guardia baja y, ¡zas!, le zampé un diamante en el anular izquierdo, y le hice prometer que en mayo buscaríamos a un cura para que dijera "Sí" (la damita, no el cura).

Así que es una razón más para darle las gracias a esta ciudad. Aquí me casaré, aquí tendré mis hijos, y quizá aquí moriré; solo Dios lo sabe. Serán ellos, mis hijos, quienes me enseñarán el significado de esa hermosa frase que vi por aquí grabada en unos arcos hermosos y elocuentes (algunos más que otros): "No se nace en vano al pie de un volcán". Por lo pronto, y antes de descubrir qué pasaría si el volcán... ejem... por lo pronto, digo, voy cumpliendo lo que Él quiere (Dios, no el volcán).

Por cierto, si bien llevo ya nueve meses aquí, aún sigo siendo el nuevito del barrio. Cada tanto, por decir algo, me ocurre algo muy parecido a lo que les ocurrió a estos jovencitos.

Pero no es lo usual, que en esta tierra hay gente muy linda, la mayoría (además, aquí no venden Horlikcs).

Fuera de bromas, me encanta esta nueva aventura. Veremos qué es lo que Dios quiere y seguiremos reportando.

martes, 10 de noviembre de 2009

«Ay, amor de hombre...» III

Y, bueno, ¿en qué nos quedamos? Ah, sí, en que por pura amistad, y para ayudarme a desfaçer un entuerto con FI, la damita de la trastienda, el amigo A. tuvo que sacrificar de un plumazo la reputación que con trabajo duro y honesto construyó todos estos años. Si no se acuerda, lo ven aquí y aquí.
 
Pero la cosa no quedó ahí.
 
Porque dije que estábamos a 6 ó 7 de algo, octubre o noviembre, no recuerdo, y desde cierto punto de vista ahí estuvo el problema.
 
Llegamos con las flores, globitos y dulces al departamento de mi amada. Eran las 00:30, oficialmente ya era nuestro aniversario. El amigo A. detuvo el auto y apagó las luces.
 
---Anda, sube; después vienes y te pego un aventón a la avenida para que tomes un taxi a tu casa. 
---Gracias, doctor.
---Yo me quedo aquí abajo todo el rato por si acaso.
---¿Por si acaso? ---le pregunté.
 
Me miró con toda la seriedad del mundo.
 
---Oye, estás a punto de entrar al departamento de FI, solo y en plena madrugada. Como no te quiero ver criar hijos antes de tiempo, yo me quedo aquí: tú subes, le entregas los regalos y le pides perdón, y si en cinco minutos no estás de nuevo en el auto, subo y te saco a patadas.
 
Entendí. Si en el mundo hubiera más amigos como A., no habría abortos, se lo aseguro. El cura de mi pueblo decía que mucha vaina era esto de hablar tanto de la píldora del día siguiente, que en vez de eso deberíamos hablar del día anterior. El amigo A. lo tenía claro.
 
De todos modos, aunque aquella noche hubiera querido hacer algo con FI, tampoco hubiera podido. Porque su vecina de departamento era nada menos que la novia del propio A. Guapa chica de un país del norte, bonita por dentro y por fuera, durante unas cortas vacaciones en nuestro país tuvo que ser llevada de emergencia a un hospital cuando una flecha disparada por un antiguo dios romano le traspasó el corazón. El médico que la atendió le dijo que ya no había nada que hacer, que se había enamorado sin remedio, y que el tratamiento apenas si podía ser paliativo: algunas atenciones todo el tiempo y tratar al paciente con amor. Ella eligió a su enfermero peruano y lo contrató de por vida para el servicio. Y lo hizo con tan buena fortuna, que poco más de un año después logró que el enfermero, además de haberle traspasado el corazón con la flecha le pusiera un anillo en el dedo para siempre. Y desde entonces son los pacientes más felices de la tierra.
 
En aquella época, M. ---así se llama la novia de A.--- vivía justo en el departamento de al lado de la damita de la trastienda. Felicidad enorme para mí: la novia de mi mejor amigo vivía al lado de mi novia. De hecho, se hicieron grandes amigas. La cosa es que cuando llegué al departamento, en plena medianoche, con todo a oscuras y hecho un manojo de nervios, la cosa no resultó tan sencilla como en la tele.
 
Comencé a tocar la puerta de FI lo más despacito que podía para no despertar a los vecinos; usé mis dedos:
 
---Tap, tap, tap.
 
No noté ningún cambio en el ambiente, así que al más puro estilo de instrucciones de frasco de shampoo, repetí la operación hasta obtener los resultados deseados.
 
---Tap, tap, tap....
---Tap, tap, tap, tap...
---Tap, tap, tap, tap, tap...
 
Descubrí que los frascos shampoo son una estafa: no dicen nada de qué pasa cuando se obtienen resultados no deseados. Porque luego de la cuarta andanada de taps, vi con horror que las luces de los departamentos vecinos comenzaban a encenderse. Miré en derredor y comencé a buscar un sitio para esconderme antes de que sea...
 
---¿Kike?
 
...demasiado tarde.
 
La novia de A. se acababa de despertar, encendía la luz de su habitación y se asomaba a la puerta.
 
---Kike, ¿eres tú?
---Esteemm...
 
Con la vergüenza hecha una bola roja en la cara, me atraganté con frases sobre sorpresa, aniversario con FI, el auto de A. y muchas disculpas. Debió de funcionar, porque luego de una sonrisa, M. volvió a cerrar la puerta y a apagar las luces.
 
Entonces se abrió la puerta del departamento de FI. Unos ojos chinos de sueño se asomaban sobre un rostro pálido y con marcas de sábanas aún frescas. FI tenía los cabellos revueltos y la boca arrugada, casi tanto como la ropa que usaba como pijama. Aun así estaba preciosa.
 
---¡Sorpresa! ---grité en voz baja... sí, cuando estás enamorado se puede gritar en voz baja: los físicos deberían estudiar eso.
---Ven acá, sonso.
 
FI me jaló del brazo y me metió a su casa. Dejamos la puerta entreabierta para que a nadie le entrara la sospecha de que estábamos haciendo cochinadas.
 
---Sorpresa, mi amor: ¡feliz aniversario! ---dije con mi mejor sonrisa---. He venido a darte esto para sorprenderte y también para decirte que lo siento mucho.
 
Le alcancé las flores, el globito y los dulces, lleno de ilusión. Los recibió y una sonrisa se dibujó en su rostro. Era una sonrisa tímida y dubitativa, conmovida pero condescendiente: "No le pidas mucho ---pensé---, recuerda que está molesta".
 
---Perdóname por lo que pasó... ---empecé.
---Sí, Kike, pero...
---Pero nada. Sé que es tarde, pero quisiera que vieras que estoy arrepentido y que...
---Amor...
---Sí, sí, lo sé, quieres descansar; pero escúchame un momento. Anda, dame una sonrisita, prométeme que lo conversaremos mañana para arreglar las cosas y...
---Sí, conversemos mañana, por favor... ---dijo con un hilo de voz.
---...y alegrémonos por nuestro aniversario. ¡Te quiero mu...!
 
Y entonces no pudo más y lo dijo sin asco:
 
---Amor, es que nuestro aniversario es mañana.
 
Yo repasé mentalmente la fecha, que es algo que me cuesta muchísimo, y con las justas repliqué:
 
---Pero, linda, ¿no es hoy día seis? ¡Ya es de madrugada, ya es seis! ---anuncié con gracia, a lo mejor como se acababa de despertar, y de puro despistada...
---No, Kikito: nuestro aniversario es el siete.
 
¿Ya me comprenden mejor ahora? Por eso decía que estábamos a 6 ó 7 de algo, octubre o noviembre, no recuerdo bien... ¡y ahí estuvo el problema!
 
Fuera de bromas, este post es un canto a la amistad, en particular para mi amigo A. Y si bien se merece algo mucho mejor por lo bueno que ha sido conmigo estos años, yo, que no soy capaz de hacer nada mejor, a lo mucho me propuse tan solo escribir esto de aquí y retribuirle con mi propia vida tantos favores.
 
Qué hermosa es la amistad cristiana. ¿Qué tiene de diferente con algún otro tipo de amistad? Nada, digo del modo más irónico posible: tan solo que el Fundador del club dijo que para ser miembro había que dar la vida por los amigos, y eso es la garantía más grande de felicidad aquí, sobre la tierra, y luego, en el Cielo, la vida eterna. No hay delicia más grande, y quiero me he propuesto dedicar toda mi vida a comprobarlo.